VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XVIII

¿QUIÉN HA SONDEADO LOS ABISMOS?

Durante las horas que el "Nautilus" se mantuvo en la superficie del mar; soportando por placer la fiereza del huracán desatado, la tempestad nos hizo derivar velozmente hacia el este, haciendo desaparecer hasta la más remota esperanza de evasión hacia Nueva York o la desembocadura del San Lorenzo. El desdichado Ned Land andaba amurrado, evitando encontrarse con nosotros. También el capitán Nemo nos evitaba. Consejo y yo nos separamos un momento.

La nave andaba errante, como careciendo de un destino claro. A veces flotaba durante horas en la superficie, perezosamente, para luego seguir durante largas horas sumergida a centenares de metros de profundidad sin razón o propósito aparente. Parecía deambular ociosamente, disfrutando de aquellas brumas que los marinos convencionales temen por razones bien reales y cruentas.

Para el primero de mayo habíamos alcanzado la extremidad meridional del gran banco de Terranova.

Allí la profunidad del mar no es mucha, apenas unos centenares de brazas (una braza es igual a un metro con ochenta y cinco centímetros). Sin embargo, poco hacia el sur; existe una fosa o sima submarina de más de tres mil metros. Ahí es donde la Corriente del Golfo se ha alejado de la costa americana, y el mar baja bruscamente la temperatura, estableciendo una tremenda diferencia con las costas europeas que en la misma latidud siguen siendo templadas y alegres.

El "Nautilus", en vez de proseguir su rumbo al Norte, viró hacia el Este, como si quisiera seguir la planicie sobre la cual descansaba un extenso cable submarino.

El 17 de mayo, a unas quinientas millas de Heart's Concent y a dos mil ochocientos metros de profundidad, divisé el cable que estaba tendido sobre el fondo. Consejo, a quien yo no había prevenido lo tomó primero por una gigantesca serpiente de mar, y se disponía a clasificarla según su método ordinario. Pero preferí desengañar al muchacho, y para consolarle de su chasco le referí diversas particularidades sobre la colocación del cable.

Para el 28 de mayo, el "Nautilus" no estaba ya más que a ciento cincuenta kilómetros de Irlanda.

¿Pensaba el capitán Nemo remontarse para recalar en las islas británicas? No. Con gran sorpresa mía, bajó al Sur volviendo hacia los mares europeos.

¿Se atrevía el "Nautilus" a aventurarse en el canal de la Mancha a pesar de su escasa profundidad?

El "Nautilus" seguía bajando hacia el Sur, y el 30 de mayo pasaba a la vista de Land's End entre la punta extrema de Inglaterra y las Serlingas, que dejó a estribor.

Si quería penetrar en la Mancha, tenía que emprender su rumbo francamente al Este, pero no lo hizo.

Durante toda la jornada del 31 de mayo el "Nautilus" describió en el mar una serie de círculos que me dieron mucho que pensar. Buscaba, al parecer; un paraje dificil de encontrar. A mediodía el capitán Nemo vino en persona a marcar el punto, y no me dirigió la palabra. Me pareció más sombrío que nunca. Tuve una especie de presentimiento de que la casualidad no tardaría en descubrirnos los secretos del capitán.

El día siguiente, 31 de junio, el "Nautilus" continuó sus evoluciones, siendo ya evidente que trataba de reconocer algún punto preciso del océano.

El capitán Nemo vino a tomar la altura del sol.

A ocho millas hacia el Este se percibía sobre la línea del horizonte un gran buque de vapor sin pabellón alguno por el cual me fuera posible reconocer su nacionalidad.

Algunos minutos antes de que el sol pasara por el Mediterráneo, el capitán Nemo tomó su sextante, y estuvo haciendo observaciones.

Yo me encontraba sobre la plataforma de cubierta observando las operaciones del capitán, y cuando las terminó le oí pronunciar estas palabras:

—¡Ahí es!

Y volvió a bajar por la escotilla.

¿Había observado el buque que modificaba su marcha y parecía acercarse a nosotros?

Regresé al salón. La escotilla se cerró y escuché los silbidos del agua en los receptáculos.

El "Nautilus" se fue sumergiendo en línea vertical, teniendo su hélice parada para que no transmitiese movimiento alguno.

Algunos minutos más tarde se detuvo a una profundidad de ciento treinta y tres metros, y descansó sobre el fondo.

El techo luminoso del salón se apagó, las ventanas se abrieron, y a traves de los cristales vi el mar intensamente alumbrado por los rayos del fanal en un radio de media milla.

Por estribor, hacia el fondo, aparecía un bulto muy pronunciado que llamó mi atención.

Parecían ruinas sepultadas entre un cementerio de conchas blanquecinas.

Al examinar con más detenimiento aquella masa, creí reconocer las formas engruesadas de una nave, cuyos mástiles arrasados se habían caído para adelante, debiendo este siniestro datar de una fecha bastante remota.

—¡El Vengador! —exclamé, viendo el nombre escrito en las letras de bronce sobre la popa.

—Sí, señor; ¡El Vengador! ¡Precioso nombre! —dijo el capitán Nemo cruzándose de brazos.

El "Nautilus" ascendió lentamente a la superficie del mar y vi desaparecer poco a poco las confusas formas del Vengador. De pronto, un débil balanceo me indicó que flotábamos al aire libre por obra del oleaje.

En aquel momento se escuchó una sorda detonación. El capitán no se movió.

—¡Capitán! —dije.

No respondió.

Le dejé y subí a la plataforma de la cubierta. Consejo y el canadiense me habían precedido.

—¿De dónde procede esa detonación? —pregunté.

Miré hacia el navío que había percibido antes. Estaba más erca del "Nautilus", y se veía que forzaba vapor. Seis millas le separaban de nosotros.

—Un cañonazo —respondió Ned Land.

—¿Que buque es ése, Ned?

—A juzgar por su aparejo y por la altura de sus mástiles rebajados —respondió el canadiense—, apostaría que es un navío de guerra. ¡Ojalá viniera sobre nosotros, y echara a pique este "Nautilus" condenado.

—Amigo, Ned —respondió Consejo—, ¿qué mal podría hacerle al "Nautilus"? ¿Podría atacarlo debajo de las olas? ¿Podría cañonearlo en el fondo de los mares?

—Dime, Ned —pregunté—, ¿puedes reconocer la nacionalidad de este navío?

El canadiense, frunciendo el entrecejo, aguzó su mirada durante algunos instantes sobre el buque.

—No, señor —respondió—, no sabría reconocer a qué nación pertenece. Su pabellón no está izado. Pero puedo afirmar que es un navío de guerra.

Durante un cuarto de hora continuamos observando el buque que se dirigió hacia nosotros. No podía admitir, sin embargo, que a tal distancia hubiera reconocido al "Nautilus", y menos aun que supiera lo que era este aparato submarino.

Se adelantaba rápidamente. Si el capitán Nemo le dejaba acercarse, menor probabilidad de salvación se nos ofrecía.

—Señor —me dijo Ned Land—, que pase ese buque a una milla de, nosotros y me arrojo al mar, y le recomiendo que haga usted lo mismo.

Iba a responder; cuando un vapor blanquecino se desprendió por1a proa del navío de guerra. Luego, algunos segundos más tarde, las aguas, sacudidas por la caída de un cuerpo pesado, salpicaron la parte posterior del "Nautilus". Poco después, una detonación sonaba en mi oído.

—Disparan sobre nosotros —exclamé.

—¡Buenas personas! —murmuró el canadiense.

—Que el señor no lo lleve a mal —dijo Consejo, sacudiéndose el agua que, movida por una nueva bala, le había salpicado—, el narval ha sido reconocido y lo cañonean.

—Pero bien deben ver —exclamé— que están disparando sobre hombres.

—Por eso mismo quizá lo hacen —respondió Ned Land mirándome.

Una revelación completa apareció en mi imaginación. Sin duda ya sabían a qué atenerse sobre la existencia del monstruo. Sin duda en su abordaje con el "Abraham Líncoln", cuando el canadiense lo arponeó, el comandante Farragut reconoció que el narval era un buque submarino más peligroso que un cetáceo sobrenatural y sin duda alguna se perseguía en todos los mares al terrible ingenio de destrucción.

¡Terrible era, en efecto, si, como podía suponerse, el capitán Nemo empleaba el "Nautilus" para una obra de venganza! Durante aquella noche que nos encerró en la cámara en medio del mar de las Indias, ¿era probable que hubiese atacado a algún navío.

Mientras tanto, las balas se multiplicaban a nuestro alrededor; pero ninguna acertó al "Nautilus".

El navío acorazado no se hallaba ya más que a tres millas. A pesar de su violento cañoneo, el capitán Nemo aparecía sobre la cubierta.

El canadiense me dijo entonces:

—Señor, debemos apurar todos los medios para salir de este mal paso. ¡Hagamos señales! ¡Qué diablo! Quizá comprendan que somos gente honrada.

Ned Land sacó su pañuelo para agitarlo. Pero apenas lo había desplegado, cuando cayó sobre el puente derribado por una mano de hierro, con fuerza más prodigiosa que la del canadiense.

—¡Miserable! —exclamó el capitán—. ¿Quieres que te clave en el espolón del "Nautilus" antes de que se precipite sobre ese navío?

El capitán Nemo, terrible por su voz, estaba más terrible todavía por su aspecto. Su faz había palidecido. Sus pupilas se habían contraído terriblemente. Su voz no hablaba, sino que rugía, y manteniendo el cuerpo inclinado hacia adelante, retorcía con sus manos los hombros del canadiense.

Luego, abandonándole y volviéndose hacia el buque de guerra, cuyas balas llovían alrededor de él, exclamó con potente voz:

—¡Ah! ¡Sabes quién soy, navío de una nación maldita! ¡Yo no necesito ver tus colores para conocerte! ¡Mira! ¡Voy a enseñarte los míos!

Y el capitán Nemo desplegó en la delantera de la cubierta un pabellón negro, semejante al que ya había enarbolado en el Polo Austral.

En el mismo momento, una bala, dando oblicuamente sobre el casco del "Nautilus" sin causarle daño y pasando por rebote cerca del capitán, fue a perderse en el mar.

El capitán Nemo se encogió de hombros. Luego, dirigiéndose a mí me dijo:

—Baje, profesor; baje usted con sus compañeros.

—Señor capitán —exclamé—, ¿va a atacar a ese navío?

—Voy a echarlo a pique.

—¡No haga eso!

—Lo haré —respondió fríamente el capitán Nemo—. La fatuidad le muestra lo que jamás debiera haber visto. El ataque ha llegado. La respuesta será terrible. Vuelva a dentro.

—¿Qué navío es ése?

—¿No lo sabe? Pues bien, tanto mejor. Al menos su nacionalidad será un secreto para usted. ¡Baje ya!

El canadiense, Consejo y yo no podíamos hacer otra cosa que obedecer. Unos quince marineros del "Nautilus" rodeaban al capitán y miraban con un implacable sentimiento de rencor aquel navío que se adelantaba hacia ellos.

Bajé en el momento en que un nuevo proyectil rozaba el casco del "Nautilus", y oí exclamar al capitán:

—¡Hiere, navío insensato! ¡Prodiga tus inútiles balas! ¡No te librarás del espolón del "Nautilus"!

Me fui a mi cuarto. El capitán y su segundo habían quedado en la plataforma. La hélice se puso en movimiento. El "Nautilus", alejándose con velocidad, se colocó fuera del alcance de las balas del navío. Pero la persecución continuó, y el capitán Nemo se contentó con mantener la distancia.

Hacia las cuatro de la tarde, no pudiendo contener la impaciencia y la inquietud que me devoraban, volví a la escalera central. La escotilla estaba abierta. .Me atreví a llegar a la plataforma. El capitán se paseaba todavía con paso agitado. Miraba al navío, que permanecía a sotavento a cinco o seis millas.

Quise intervenir por última vez. Pero apenas había interpelado al capitán Nemo, cuando imponiéndome silencio me dijo:

—¡Soy el derecho, soy la justicia! ¡Soy el oprimido, y ése el opresor! Por causa de él es que todo lo que he amado, querido, venerado: patria, esposa, hijos, padre, madre, todo ha perecido. Todo cuanto yo odio está allí. ¡Cállese usted y no se atreva a juzgar sobre lo que ignora!

Dirigí por última vez la vista al navío de guerra, que forzaba el vapor. Luego me junté a Ned Land y Consejo.

—¡Huiremos! —exclamé.

—¡Bien!

—Ned, ¿qué navío es ése?

—Lo ignoro; pero quien quiera que sea, habrá perecido antes de la noche. En todo caso más vale perecer con él que hacerce cómplice de represalias, cuya justicia no podemos compartir.

—Ésa es mi opinión —respondió fríamente Ned Land—. Esperemos la noche.

La noche llegó. Un profundo silencio reinaba a bordo. La brújula indicaba que el "Nautilus" no había modificado su dirección y permanecía sobre la superficie de las aguas.

Mis compañeros y yo habíamos resuelto huir en el momento en que el buque se hallase bastante cerca ya para oírnos, o para vernos, porque la luna estaba replandeciente. Una vez a bordo de aquel navío, si no podíamos prevenir el golpe que le amenazaba, al menos haríamos todo cuanto las circunstancias nos permitieran intentar. Diferentes veces creí que el "Nautilus" se disponía al ataque. Pero se contentaba con dejarse acercar por su adversario, y al poco tiempo tomaba de nuevo su actitud de fuga.

Una parte de la noche pasó sin incidente. Esperábamos el momento de obrar. Ned Land hubiera querido precipitarse al mar. Le obligué a que esperase.

A las tres de la mañana, inquieto, subí a la plataforma. El capitán Nemo no la había abandonado. Estaba en pie, delante, cerca de su pabellón que una blanda brisa desplegada encima de su cabeza. No apartaba los ojos del navío.

El buque se encontraba a dos millas de nosotros. Se había aproximado, andando siempre hacia el brillo fosforescente que señalaba la presencia del "Nautilus". Vi sus luces de posición, verdes y rojas, y su linterna blanca colgaba del estay de mesana. Una vaga reverberación alumbraba su aparejo e indicaba que los fuegos estaban forzados. De las chimeneas brotaban haces de chispas y ascuas inflamadas que parecían sembrar la atmósfera de estrellas.

Permanecí así hasta las seis de la mañana sin que el capitán Nemo diese muestras de haberse percatado de mi presencia. El buque estaba a milla y media de nosotros, y con los primeros albores del día empezó nuevamente su cañoneo. Cuando el "Nautilus" atacase a su adversario, mis compañeros y yo abandonaríamos para siempre a aquel hombre.

Ya me disponía a bajar para avisarles, cuando el segundo subió a la plataforma. Algunos marineros le acompañaban. Tomáronse algunas disposiciones que hubieran podido llamarse el apresto del "Nautilus" para el combate. La barandilla, situada alrededor de la plataforma, se bajó. Del mismo modo las cajas del farol y del timonel se recogieron en el casco hasta quedar al ras de la cubierta metálica. La superficie no ofrecía ya nada sobresaliente que pudiera molestar su maniobra.

Volví al salón. El "Nautilus" seguía a flor de agua. Bajo ciertas ondulaciones de las olas, los cristales se animaban con los colores del sol naciente. Amanecía el terrible día 2 de junio.

A las cinco supe por la corredera que la velocidad del "Nautilus" se moderaba. Las detonaciones se iban percibiendo con más violencia. Las balas surcaban el agua circundante, atornillándose en ella con silbido singular.

—Amigos míos —dije—, ha llegado el momento. Un apretón de manos y que Dios nos guarde.

Ned Land estada resuelto; Consejo, tranquilo; yo, nervioso, casi sin poder contenerme.

Pasamos a la biblioteca. En el momento en que empujaba la puerta que daba paso a la escalera central, oí que la escotilla superior se cerraba bruscamente.

El canadiense se arrojó sobre los peldaños, mas yo le detuve. Un silbido bien conocido me indicó que el agua penetraba en los receptáculos. En efecto, pocos instantes después, el "Nautilus" se sumergió algunos metros bajo las olas.

Comprendí la maniobra. Era demasiado tarde para obrar. El "Nautilus" no pensaba atacar al navío en su impenetrable coraza, sino debajo de su línea de calado, donde la plancha metálica no protege el casco.

La velocidad del "Nautilus" creció sensiblemente para tomar; sin duda, el impulso necesario. Todo su casco se estremecía.

De pronto di un grito. Tuvo lugar un choque, pero relativamente débil. Sentí la fuerza penetrante del espolón de acero. Oí rechinamientos y rasgaduras. El "Nautilus", arrastrado por su potencia de propulsión, se clavaba como una daga a través de la masa del navío.

No pude aguantar más. Loco, agitado, me lancé fuera de mi cuarto, precipitándome en el salón.

El capitán Nemo estaba allí. Mudo, sombrío, implacable, miraba por la ventana de babor.

Una enorme masa zozobraba debajo de las aguas, y para no perder nada de su agonía, el "Nautilus" bajaba al abismo con ella. A diez metros de mí vi aquel casco entreabierto, donde penetraba el agua con el ruido del trueno; luego la doble línea de cañones. El puente estaba cubierto de sombras negras que se agitaban.

El agua subía. Los desdichados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían bajo las aguas. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión del mar.

El enorme buque se hundía lentamente. De pronto se produjo una explosión. El aire comprimido hizo saltar los puentes del navío, como si el fuego hubiera incendiado su polvorín. El empuje de las aguas fue tal que el "Nautilus" se desvió.

Entonces el desgraciado navío se hundió con mayor rapidez. Aparecieron las gavías cargadas de víctimas; luego las vergas doblándose bajo el peso de racimos de hombres; por último la punta del palo mayor. Luego la sombría masa desapareció, y con ella aquella tripulación de cadáveres arrastrados por un formidable torbellino.

Cuando todo se acabó, el capitán Nemo, dirigiéndose hacia la puerta de su cuarto, la abrió y entró.

Sobre el tabique del fondo, debajo de los retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y de dos hermosos niños.

Recién entonces llegué a comprender la serenidad de la orden que me había impartido el capitán Nemo, esa orden que era tanto una súplica como un reproche: "¡No juzgue usted sobre cosas que ignora!". En realidad, en el misterioso pasado de ese extraño marino y hombre de ciencia había misterios dolorosos que, sin duda, incluían la pérdida de sus seres queridos.

El haber visto el implacable dolor del capitán Nemo me hacía dificil asumir una actitud de crítica y horror; incluso a la vista de aquellos tripulantes de guerra que habían perecido miserablemente.

Pero, al mismo tiempo, una voz interna parecía gritarme que por mucho que los hombres le hubieran hecho sufrir; él no tenía derecho de castigar de esa manera.

Hacia las once me dirigí al salón que estaba desierto. Observé los instrumentos y vi que el "Nautilus" navegaba hacia el norte a una velocidad de veinticinco nudos, es decir; más de cuarenta y siete kilómetros por hora. Nos remontamos hacia los mares boreales que se abren frente a las costas de Noruega. Me di cuenta, también, de que poco a poco me había ido acostumbrando a encontrarme en el interior de una nave capaz de avanzar a esa velocidad portentosa.

Por la tarde habíamos recorrido doscientas leguas, mil cuatrocientos setenta y tres kilómetros. Vino la oscuridad invadiendo el mar hasta la hora en que la luna salió, llena y desplandeciente.

A partir de aquel día, ya no pude evaluar el trascurso real del tiempo. A una orden del capitán Nemo, todos los relojes de a bordo habían sido parados y me parecía que los días y las noches ya no seguían su curso ordinario.

Creo que aquella aventurera marcha del "Nautilus" se prolongó durante quince a veinte días, pero tal vez me equivoqué. Ya no se veía ni al capitán Nemo, ni a ningún hombre de la tripulación por un solo momento. El "Nautilus" navegaba casi siempre debajo del agua, y cuando subía a la superficie para renovar el aire, las escotillas se abrían y cerraban automáticamente. Tampoco se marcaba ya el punto sobre el planisferio, de suerte que me era imposible saber donde estábamos.

Una mañana me había yo adormecido y cuando me desperté vi a Ned Land inclinarse hacia mí, y le oí decirme en voz baja.

—Vamos a huir.

Me incorporé preguntando:

—¿Cuándo escapamos?

—Esta noche. Parece que la vigilancia ha quedado suspendida en el "Nautilus". ¿Está dispuesto?

—Sí. ¿Dónde estamos?

—A la vista de tierras que he descubierto esta mañana, entre las brumas, a veinte millas que tenemos que cruzar en la canoa. He podido llevar a ella ocultamente algunos víveres y algunas botellas de agua.

—Te seguiré, amigo..

Estaba decidido a todo. El canadiense me dejó y yo subí a la plataforma de la cubierta sobre la cual apenas podía sostenerme contra el choque de las olas. El cielo estaba amenazador; mas, puesto que la tierra se hallaba entre aquellas espesas brumas, era necesario huir; no debiendo perder ni un día, ni una hora.

Volví al salón, temiendo y deseando a la vez encontrar al capitán Nemo.

A las seis comí, pero sin ganas.

A las seis y media Ned Land entró en mi cámara y me dijo:

—No nos volveremos a ver antes de nuestra partida. A las diez la luna no habrá salido todavía, y aprovecharemos la oscuridad. Venga a la lancha, que allí lo esperaremos Consejo y yo.

Luego salió el canadiense sin haberme dado tiempo para contestarle.

Quise saber la dirección del "Nautilus", y bajé al salón. Corríamos hacia el Nornordeste con una velocidad terrible, a cincuenta metros de profundidad.

Después volví a mi cámara, donde me vestí con un traje fuerte de mar; recogí mis anotaciones y las guardé cuidadosamente.

¿Qué hacía el capitán Nemo en aquel momento? Escuché a la puerta de su cámara y sentí cierto ruido de pasos. El capitán Nemo estaba dentro sin haberse acostado. ¡A cada movimiento me parecía que iba a aparecer ante mí preguntándome por qué quería fugarme! Aquella situación llegó a ser tan insufrible, que se me ocurrió si sería mejor entrar en el cuarto del capitán y verle frente a frente, con audaz ademán y atrevida mirada ¡Por fortuna no llegué a seguir ese loco impulso!

Me tumbé sobre la cama para apaciguar las agitaciones de mi cuerpo. Mi cerebro sobreexcitado me hizo hacer un rápido recuento de toda mi existencia a bordo del "Nautilus" todos los incidentes felices o desdichados que habían pasado en él desde mi desaparición del "Abraham Líncoln", las cacerías submarinas, el estrecho de Torres, el encallamiento, el cementerio de coral, el paso de Suez, la isla de Santorino, el buzo cretense, la bahía de Vigo, la Atlántida, el gran banco austral, el Polo boreal, el encierro dentro de los hielos, el combate de los pulpos, la tempestad del Gulf Stream, el Vengador, y la horrible escena del navío echado a pique con su tripulación. El capitán Nemo se engrandecía ante mi imaginación en medio de aquel cuadro. Su figura tomaba proporciones sobrehumanas. No era ya mi semejante, era el Hombre de las Aguas, un genio de los mares.

A las nueve y media, sostenía yo mi cabeza entre mis manos, para impedir que estallase. Cerraba los ojos, no quería pensar. ¡Todavía faltaba media hora de espera!.

En aquel instante oí los vagos acordes del órgano, una armonía triste, verdaderos quejidos de un alma que quería romper sus ligaduras terrestres.

Un pensamiento repentino me aterrorizó. El capitán Nemo había salido de su cámara. Estaba en aquella sala que yo debía atravesar para salir. Allí le encontraría por última vez. Me vería, me hablaría quizás. ¡Un solo ademán suyo podía anonadarme; una sola de sus preguntas podía encadenarme a su lado!

Entretanto, iban a dar las diez. Había llegado el momento de dejar mi cámara y de reunirme con mis compañeros.

Llegué a la puerta angular del salón y la abrí cuidadosamente. Estaba sumido el aposento en una profunda oscuridad. Los acordes del órgano sonaban débilmente. El capitán Nemo se encontraba allí; no me veía y aun creo que tampoco me hubiera visto en medio de la mayor claridad. Estaba absorto, fuera de todo tiempo y todo espacio.

Me arrastré sobre la alfombra evitando el menor choque, y necesité cinco minutos para llegar a la puerta del fondo que daba paso a la biblioteca.

Iba a abrirla, cuando un suspiro del capitán Nemo me dejó clavado en el sitio. Comprendí que se levantaba, y le vislumbré, porque algunos rayos de la biblioteca alumbrada se filtraban hasta el salón. Vino hacia mí con los brazos cruzados, silencioso como un espectro. Su pecho oprimido rebosaba en sollozos, y le oí murmurar estas palabras, las últimas:

—¡No más, no más, Dios poderoso!

Me precipité en la biblioteca, subí la escalera central, y siguiendo el pasadizo superior llegué a la lanchá. Penetré por la abertura que había servido de paso a mis dos compañeros.

—¡Partamos! —exclamé.

—Al instante —respondió el canadiense.

El orificio hecho en el blindaje del "Nautilus" fue cerrado y atornillado con ayuda de una llave inglesa de que Ned Land se había pertrechado. La abertura de la lancha se cerró igualmente, y el canadiense comenzó a desenroscar los gruesos pernos que nos mantenían sujetos al submarino.

De repente se escucharon rumores interiores. Varias voces se respondían vivamente unas a otras. Sentí que Ned Land deslizaba un puñal en mi mano.

El canadiense se había detenido en su trabajo. Pero una palabra veinte veces repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo del "Nautilus".

—¡Maelstrom! ¡Maelstrom! —gritaban todos.

¡El Maelstrom! ¿Podía nombre más espantoso haber resonado en nuestros oídos en situación tan terrible? ¿Era el "Nautilus" arrebatado por aquel remolino en el momento mismo en que nuestra lancha iba a desligarse de sus costados?

Nadie ignora que durante el flujo, las aguas oprimidas entre las islas Feroe y Loffoten se precipitan con una violencia irresistible formando un torbellino del cual no ha podido escapar nave alguna. De todos los puntos del horizonte llegan oleadas monstruosas que dan origen a ese remolino llamado, con razón, el "Ombligo del Océano", cuya potencia de atracción se extiende a veces hasta una distancia de quince kilómetros. Allí son aspirados, no solamente los buques sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.

Allí es donde el "Nautilus", involuntaria o quizá voluntariamente, había sido llevado por su capitán, describiendo una espiral, cuyo radio se iba estrechando cada vez más. De la misma manera, la lancha, todavía sujeta a su costado, era arrastrada con una rapidez vertiginosa. ¡Qué estrépito el de aquellas aguas, que se estrellaban contra las agudas rocas del fondo, allí donde los cuerpos más duros se hacen pedazos!

La furia del remolino nos sacudía espantosamente, mientras el "Nautilus" parecía luchar como un verdadero ser humano que defiende su vida y la de los suyos. La tremenda musculatura de acero de la nave crujía dolorosamente, mientras el titánico embudo lo zarandeaba hasta ponerlo muchas veces en posición vertical. Y nosotros, todavía apernados al casco, éramos sacudidos con él.

—¡Agárrense fuerte, por sus vidas! —gritó Ned Land—. Voy a tratar de atornillar las tuercas. Quizás podamos salvarnos si seguimos sujetos al "Nautilus".

Antes de que el canadiense terminase de hablar; un golpe aterrador provocó un estallido en los aparatos de sujeción de la canoa. Las tuercas volaron, hechas pedazos y la pequeña embarcación salió disparada de su calzo, a través del torbellino, como una piedra arrojada por una honda.

Me golpeé la cabeza contra la barra de hierro y sentí que me desmayaba.

CONCLUSION

Ninguno de nosotros tres sabe a ciencia cierta cómo fue posible nuestra salvación. Por mi parte, cuando recobré el conocimiento, me encontraba acostado en un tibio lecho, en la cabaña de un pescador de las islas Loffoten, un noruego bondadoso y taciturno.

Consejo y Ned ya estaban de pie, bien repuestos, sanos y salvos. Nos abrazamos emocionados.

Juntos tratamos de rememorar, aunque fuese por fragmentos, los hechos de nuestra atroz experiencia en el Maelstrom. Pero no conseguimos más que retazos emocionales de terror; de un estruendo ensordecedor y el giro del remolino que impedía coordinar pensamientos e imágenes.

Ned también se había desmayado a los pocos instantes después que yo, y un gran abultamiento en su sien izquierda mostraba la causa: ¡un golpazo que habría causado la muerte de cualquiera menos cabeza dura que ese arponero canadiense!

En cuanto a Consejo, no sabía en qué momento se desmayó ni por qué.

El pescador con sus hijos nos había recogido en la playa.

Poco de mis anotaciones se salvó. La mayoría de las hojas fueron arrancadas por el torbellino y de las restantes, el agua del mar volvió ilegibles mis letras. Sin embargo, he podido reconstruirlo casi todo, poniendo el mayor cuidado en no omitir nada de lo que recuerdo, pero sin caer en ninguna exageracion.

No sé si seré creído. Poco me importa ahora.

¡Qué ha sido del "Nautilus"? ¿Logró resistir la fuerza colosal del Maelstrom? ¿Vive aún el capitán Nemo? ¿Llevarán algún día las olas hasta alguna playa aquellos manuscritos que encierran la historia de su vida, sus descubrimientos de fisica, de química, de hidráulica y, sobre todo, de oceanografia y biología marina?

¿Sabremos alguna vez cuál era el nombre verdadero del capitán Nemo, y el misterio doloroso de su pasado, de aquella preciosa joven y los dos niños hermosos cuyas fotografias él mantenía casi en idolatría?

Así lo espero. Y así también lo deseo. Quiera Dios que ese hombre admirable siga habitando su patria adoptiva, el océano inmenso y libre. Y quiera Su gracia y Su bondad hacer que en aquella alma torturada, la visión de las maravillas de nuestra madre naturaleza apague para siempre su sed de venganza. ¡Que el estéril espíritu guerrero se extinga, y que surja en su corazón la fecunda, bondadosa curiosidad del verdadero hombre de ciencias.

El Ecleciastés pregunta:

"¿Quién ha podido sondear las profundidades del abismo?"

Ya hay una respuesta: el capitán Nemo y los tripulantes del "Nautilus" incluyéndose a mi magnífico servidor y camarada Consejo, al buen arponero Ned Land y a mí.

FIN

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