Globalización: Política y guerra

José García Caneiro* (IUGGM-UNED)

El año 1989 marcó, acaso, el más importante punto de inflexión en el transcurrir histórico de la segunda mitad del siglo XX.

La Unión Soviética se hundió en una descomposición imposible de augurar unos años antes y el Muro de Berlín cayó con todo el estrépito de un sistema político-económico absolutamente incapaz de mantenerse frente al liberalismo democrático.

La desaparición del mundo bipolar supuso la emergencia de un “nuevo orden mundial” que, dirigido y tutelado por Occidente (lo que se ha dado en llamar “vínculo transatlánt ico”, liderado por los Estados Unidos), expresa una forma de globalización cual es la implantación, sutil y sólo aparentemente no violenta, de una a modo de civilización universal (y uniformadora) que se pretende construir sobre sistemas político-económicos próximamente emparentados con las democracias liberales y con las pautas de consumo y cultura popular puramente occidentales.

Globalización

Pero, nos tememos que lo que llamamos globalización no se compadezca con la multiplicidad y la diversidad propia del planeta y que, tras palabras como paz, seguridad, derechos humanos, respeto a las minorías, aceptación de la multiculturalidad y la diferencia, suenen, como motores de las relaciones internacionales, o se oculten, como motivaciones de los Estados, de las nuevas entidades supranacionales y del propio “vínculo transatlántico”, otros conceptos. El término globalización se utiliza, habitualmente, para hacer referencia a un proceso —en realidad, una serie de procesos— acerca de una amplia, profunda y rápida interconexión mundial en multitud de aspectos que van de lo “financiero” a lo cultural, de lo social a lo medio-ambiental.

El resultado aparece como un cambio global: un mundo modelado/moldeado por fuerzas económicas y tecnológicas en un marco político-económico común o, al menos, compartido.

La globalización se percibe como una transformación en la organización espaciotemporal de las relaciones y las transacciones sociales de todo tipo, que genera flujos y redes transregionales y transcontinentales de actividad, interacción y, lo que es más importante, de poder .

Básicamente, la podemos identificar como la extensión evidente y programada de actividades políticas y económicas concretas a través (y por encima) de cualquier tipo de frontera cada vez más permeables, al menos, en determinados ámbitos geopolíticos. Hay, pues, que entender la globalización como los acelerados cambios económicos, culturales y de relaciones de poder que socavan la rigidez de las actuales fronteras y el concepto mismo de Estado-nación.

La globalización es un proceso, que tiende a la consecución de un "mundo global” y cada vez más uniforme y, por tanto, un proceso de transición, un proceso de transición política . Proceso en que las relaciones capitalistas de mercado se intensifican con el objetivo de alcanzar un ámbito universal y provocan, al mismo tiempo, importantes modificaciones en las relaciones entre los Estados.

Cuando se habla de globalización se está hablando del intento de integrar el mundo entero, todo el mundo, en un sistema único de autoridad —expresión de la voluntad manifiesta en las relaciones de poder— centrado sobre la “verdad” de la supremacía de la concepción político-económica de las democracias neoliberales occidentales, para conformar un conjunto singular de instituciones supraestatales, soportado, dirigido y tutelado por un Occidente, en cierta forma, controlado por el “vínculo transatlántico” y, en particular, por los Estados Unidos de Norteamérica.

La política

Si el proceso de expansión que implica la globalización es un proceso de transición política , las eventuales (y más que probables) resistencias (violentas o no) que aparezcan (tengan la causa aparente que tengan) vendrán determinadas, más allá de cualquier planteamiento retórico al uso, por actitudes y acciones puramente políticas. Por lo que parece conveniente examinar cuáles pueden ser (son, acaso) los pilares que sustentan una determinada política; en general, cualquier política.

Es más que posible que, en el mundo, las columnas que soportan la política sean tres. Y, sorprendentemente, tienen su basamento en teorías muy diferenciadas, cuando no antitéticas. Y, más aún, estas concepciones se han, aparentemente, proyectado (extendido, exportado) al resto del globo, bien por mímesis no siempre acertada, en muchos países que otrora fueron colonias, bien por sutiles (a veces, groseros), cuando no violentos, intentos de imposición que, desde el marco de la globalización, los países occidentales realizan sobre otras áreas.

Veamos, pues, tales pilares. El primero, de corte totalmente marxiano: la economía , como infraestructura que aglutina fuerzas productivas y relaciones de producción; economía que se determina como motor de la historia, arrastrando consigo la superestructura, donde se mueven las esferas sociales e ideológicas, los sistemas políticos, religiosos y filosóficos, etc.

El avance de la historia de la humanidad está en gran medida inducido por influenc ias económicas; el conflicto es uno de los grandes motores del desarrollo histórico y el factor determinante de casi todos los conflictos es el poder económico.

En un mundo en pleno proceso de globalización, no sólo los Estados, sino las grandes alianzas supraestatales y las grandes empresas transnacionales dan sent ido a la nueva visión de la economía: la economía de mercado, creadora del consumo, sustituto, suplemento y proyección (todo a la vez) de la economía basada en el capital.

De otro lado, la concepción foucaultiana del poder. Como decía Foucault el poder no es (según el patrón de riqueza y el intercambio de bienes) algo objetivable que cristalice como una posesión, no es un bien del que uno se adueñe y que se pueda ceder o intercambiar. Pero tampoco es un instrumento más de las relaciones de producción, algo utilizable para conservar o perpetuar tales relaciones en el tiempo y en beneficio del grupo dominante.

El poder no “se da”, no se intercambia, sino que se ejercita; no existe más que en acto y «no es mantenimiento ni reproducción de las relaciones económicas, sino ante todo una relación de fuerzas». El poder es “productor”, en especial, de saber y de “verdad”; es una auténtica fuerza productiva como lo es la ciencia o el potencial de trabajo.

El poder, las relaciones de poder , por tanto, han de situarse en la infraestructura, en paralelo con la economía y en íntima relación con ella. La historia se mueve por la economía y por las relaciones de poder . Pero, además, en las relaciones internacionales (al igual que en la economía internacional), las unidades de relación no son sólo los Estados, sino, también las entidades supranacionales e, incluso, transnacionales.

Como consecuencia inmediata surge un tercer pilar: la definición del enemigo que, en su análisis de las relaciones amigo/enemigo, exige Carl Schmitt. Sabemos que Schmitt establece que el principio del Estado y, por tanto, de lo político, es una pura decisión constitutiva: la decisión de agrupar a un pueblo en torno a un determinado contenido fundamental y de defenderlo frente a los que no compartan esa identidad, procedan del interior o del exterior.

Y esta decisión implica, naturalmente, la distinción entre amigo y enemigo, dicotomía que, en política, tendría el mismo valor conceptual y categorial que bueno/malo, en moral, o bello/feo, en estética. La necesidad de establecer quién es amigo y quién es enemigo implica la eventualidad de un momento de violencia sobre la realidad social (en el interior) y la posibilidad de la realización de la guerra (en el exterior).

Esta necesidad de definir quién es el amigo y quién es el enemigo (extrapolada de la teoría schmittiana), aparecerá cada vez que “nuestros” intereses económicos o el intento de imposición (o exportación) de “nuestra” verdad, producto de las relaciones de poder, choquen con otros intereses u otras verdades y provoquen la reacción (y el enfrentamiento) de aquellos cuyos intereses se vean lesionados o cuya verdad corra el riesgo de ser degradada o anulada; o viceversa.

Es decir, la definición amigo/enemigo aparecerá en cada acto político y se establecerá en función de cómo se resuelva (se quiera o se pueda resolver) el enfrentamiento. Como en un círculo sin fin, no hay (no puede haber) política sin la posibilidad de la guerra o del enfrentamiento violento (cuya negación sería la relación —solución— pacífica), ni hay (puede haber) guerra/paz sin decidir quién es amigo y quién enemigo.

La decisión amigo/enemigo se convierte en el presupuesto previo de la política y el enfrentamiento, la guerra (y con ella, la necesidad de definir al enemigo) es la necesaria condición de posibilidad de la política. No se podrá ejercer (poner en obra, ejecutar) ninguna (ningún tipo de) política si, previamente, no hemos determinado quién es el enemigo.

Por otro lado, las unidades de acción en cualquier enfrentamiento bélico o en cualquier conflicto sobre el que planee el fantasma de la violencia son, además de los Estados, coaliciones de estados, alianzas supraestatales y, es un hecho evidente, determinados grupos transnacionales.

Guerra

En el marco de esta expansión globalizadora y de esta concepción de la política, mientras no se demuestre lo contrario, sigue vigente la afirmación realizada por Clausewitz: “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (más allá de la controversia acerca de si tal enunciado es constativo o performativo).

La realidad es testaruda y la historia de las relaciones internacionales, en los dos últimos siglos, así lo atestigua. Cierto que los sujetos de la guerra o de los conflictos violentos ya no tienen que ser necesariamente Estados, pero pueden serlo (lo son) alianzas supranacionales, grupos transnacionales y otras unidades de acción, poder e interés.

Tal vez la guerra de Afganistán y, luego, la de Irak sean ejemplos primigenios y prototípicos de las guerras de “la globalización” (justificadas bajo el marchamo de una hipotética y más que dudosa “legítima defensa”). En ambos países se ha pretendido (se pretende) como objetivo de la campaña imponer un régimen, al menos, no hostil a Occidente y que cuente con la aceptación, real o formal, de sus vecinos próximos y de ambos conflictos saldrán reforzados (por convencimiento o por sentirse deudores de una ayuda que no podrán saldar de otra forma) todos los regímenes prooccidentales; quedarán en estado larvado, al menos durante algún tiempo, los endémicos conflictos que salpican la región y se podrá controlar militarmente (fuerzas occidentales, o aliadas, ocupan un acimut de casi 360º desde Paquistán hasta Uzbekis tán, pasando por el Índico, el Golfo, el Mediterráneo oriental, Turquía, etc.) un espacio geográfico que, además de un indudable valor geoestratégico, posee un elevado porcentaje de las reservas energéticas del planeta.

La asunción (aceptación), en esa parte del globo (por convencimiento, interés, ósmosis, imposición o necesidad) de esa gran “verdad” que Occidente produce en sus relaciones de poder y que es la primacía, al margen de cualquier argumento basado en la religión, la civilización, la cultura, la etnia o la nacionalidad, del modo político democrático (cuando menos en su acepción más formal) y del modo económico capitalista (en su versión de economía de mercado generadora de consumo), es cuestión de tiempo.

Y en el caso de la guerra de Irak, el caso es peor aún: la ola de rampante neoconservadurismo que invade a Occidente y, en particular, a los Estados Unidos, su motor central, ha llevado a planteamientos tan graves (y únicamente justificadores) como los de modificar absolutamente conceptos tan sólidos como los de la estrategia de la “disuasión” para transformarlos en nuevas doctrinas de seguridad como el “ataque preventivo”, lo que viene a suponer un torpedo (símil válido en estos momentos) en la línea de flotación del Derecho Internacional Público y en la del marco básico de convivencia que pretendía ser la Carta de San Francisco, donde las naciones renunciaban, prima facie , a la fuerza para dirimir los conflictos.

José García Caneiro Coronel de Aviación, Doctor en Filosofía y profesor del Instituto Universitario “General Gutiérrez Mellado” de Investigación sobre la Paz, la Seguridad y la Defensa, de la UNED. Es autor de La racionalidad de la guerra. Borrador para una crítica de la razón bélica y coautor de Guerra y Filosofía. Concepciones de la guerra en la historia del pensamiento.

Fuente Internet:

http://www.ifs.csic.es/foro/Caneiro.pdf

Ver en Internet sobre el tema:

http://www.globalizacion.org/opinion/SachsGlobalizacionPolitica.htm

http://www.observatorio.org/colaboraciones/vera.html