Isaac Newton

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El siglo XVII resultó ser una mala época para Inglaterra. A los años de revolución, guerra civil, dictadura, restauración, disputa religiosa, desorden general y subsiguientes muertes y calamidades que asolaron el país a mediados del siglo, se vino a sumar una terríble plaga de peste bubónica que, sólo en Londres, se cobró más de 68.000 vidas.

En el verano del año 1665, "plació a Dios Todopoderoso en su justa severidad que visitase esta villa de Cambridge la plaga de la pestilencia", reza un documento de la época. Se dispuso, por consiguiente, cerrar los colegios de la vieja universidad y dispersar a sus estudiantes por el país.

El Trinity College lo hizo el 7 de agosto y, entre los alumnos que tuvieron que abandonar la prestigiosa institución, se hallaba un muchacho "sobrio, silencioso y pensativo" llamado Isaac Newton. El joven estudiante abandonó Cambridge y se dirigió a su casa materna de Woolsthorpe, en el condado de Lincolnshire. donde había nacido 23 años antes. Allí pasaría cerca de dos años. En un famoso pasaje, el propio Newton relataba. Cincuenta años más tarde, que en ese bienio había hallado el método de las series aproximadas para reducir la dignídad (potencia) de un binomio; el método de tangentes; la teoría de los colores...

“Y el mismo año comencé a pensar que la gravedad se extiende a la órbita de la Luna y (...) deduje que las fuerzas que mantienen los planetas en sus órbitas debían de ser proporcionales a la inversa de los cuadrados de sus distancias a los centros alrededor de los que giran; en consecuencia, comparé la fuerza necesaria para mantener la Luna en su órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra, y encontré que la respuesta era muy aproximada”. “Todo esto –señala finalmente– fue en los años de la plaga de 1665-1666. Porque en ellos yo estaba en mi mejor edad mental para la invención y me interesaban las matemáticas y la filosofía más que en ninguna otra época posterior.”

Anni mirabiles (años maravillosos) se ha llamado a ese bienio 1665-1666, puesto que, al parecer, en su transcurso Isaac Newton ideó todo lo que le debe la ciencia.

Muchos le quedaban todavía para desarrollar, publicar, verificar sus cálculos y teorías, y también para disputar su prioridad acaloradamente. Pero, básicamente, su obra, o al menos sus nociones científicas, se concentra en esos fructíferos anni mirabiles.

No menos prodigioso, por cierto, fue el hecho de que, por aquel entonces, el muchacho apenas contaba 24 años de edad y, a efectos de la ciencia, era un auténtico desconocido, excepto para su maestro Isaac Barrow, titular de la cátedra Lucasian de matemáticas en la Universidad de Cambridge.

Isaac Newton había nacido en Woolsthorpe el día de Navidad de l642, curiosamente la. misma fecha en que murió Galileo, una coincidencia que el filósofo Bertrand Russell recomendaba sardónicamente a los defensores de la metempsicosis o trasmigración de las almas.

Su padre había fallecido tres meses antes del nacimiento de su hijo; el bebé, que llegó al mundo prematuramente, era tan pequeñito que “cabía en una cazuela”, y tan debilucho que tuvieron que ponerle un cabestrillo para sostenerle la cabeza sobre los hombros.

Nadie creía que pudiera sobrevivir. Pero lo hizo, y vivió durante 84 años. Cuando Isaac tenía tres años, su madre, Hannah, volvió a casarse con un viudo de 63 años, rector de la vecina aldea de North Witham. Isaac hubo de quedarse con su abuela hasta que, en 1653, falleció el padrastro y su madre regresó a Woolsthorpe con tres hijos –dos niñas y un niño– de su segundo matrimonio.

El pequeño Newton fue a la escuela del condado en Grantham, en donde sus contemporáneos recuerdan “sus extraños inventos y su extraordinaria inclinación por los trabajos mecánicos”. Un molinillo movido por un ratón, un carrito que propulsaba mediante una manivela. un farolillo de papel arrugado que hacía colgar de una cometa por la noche, para susto de los vecinos. Toda su paga semanal se le iba en herramientas para fabricar estos peculiares artilugios. Pero en su mente se fraguaba algo más que idear curiosos juguetes.

Consta que en un día de tormenta se puso a saltar a favor y en contra del viento para medir las diferentes distancias. Asimismo, ideó un reloj de sol que, después de suscitar la burla de sus compañeros, terminó por ser consultado por todos. Eran los primeros indicios de un espíritu inquieto, de una rica e innata disposición experimental para el conocimiento, y que le caracterizó desde su más tierna infancia.

Tenía, además, una manía sumamente útil: apuntarlo todo en cuadernitos. Conocido es el de sus sins o pecados, en el que hacía constar cosas como “impertinencia con mi madre”; “pegándole a mi hermana”; “robando cerezas a Eduard Storer”; “haciendo una ratonera en tu día, Señor”, y otros pecadillos por el estilo que, además de hacernos pensar en un niño bastante repelente, indican algo de su incipiente puritanismo. Más tarde cubrirá otros cuadernos con notas y diagramas científicos.

De lo que carecía en absoluto es de la más mínima predisposición para el cultivo de tierras, una dedicación que su madre quería imponerle.

Isaac era un verdadero desastre para el ganado y el campo. Aplicado como era en latín y estudios bíblicos, y negado, pues, para trabajar como granjero, finalmente su familia no tuvo más remedio que reconocer que “sólo servía para la universidad”, y su madre accedió a enviarlo a Cambridge. Pero, eso sí, con un mermado presupuesto.

En junio de 1662 llegaba Isaac Newton a la vetusta villa universitaria –agitada entonces por las polémicas religiosas y políticas de la Restauración– para ingresar en el prestigioso Trinity College como subsizar, una curiosa categoría de estudiante que consistía, pura y simplemente, en servir de criado a los alumnos ricos.

Estos se encargaban de “acarrear leña, limpiar el polvo y vaciar bacinillas”,  como relataba un contemporáneo. No obstante, ello no le impidió estudiar con verdadero ahínco, tanto que sorprendía repetidamente a sus tutores demostrándoles saber más que ellos sobre las materias del curso.

Un cuaderno, cómo no, fue el primer gasto que se permitió, y lo comenzó por ambos lados: en uno de ellos apuntó sus teorías sobre la lógica, mientras que el otro lo dedicó a la ética.

Su repertorio de lecturas se amplió rápidamente a los grandes autores del momento, poco recomendables para la ortodoxia tradicional: Descartes, Galileo, Kepler. Boyle...

El joven Newton no se limitaba a leerlos, sino que se atrevía a hacer sus propias correcciones. Tampoco dejaba atrás su pasión por los experimentos. Hay algo sencillamente inaudito en un hombre que para estudiar la luz y la visión se dedicaba a mirar al sol con un solo ojo para observar los colores. Y no contento con eso, presionaba con un punzón su globo ocular para alterar la curvatura de la retina y percibir así las sensaciones visuales que ello le provocaba. En sus notas ha dejado un diagrama del experimento, y ni siquiera se pregunta cómo no se quedó ciego.

Con toda la batería de hallazgos, conocimientos y experimentos realizados durante el retiro campestre de aquellos anni mirabiles, regresó Newton a Cambridge.

En dos años completó su grado de maestro y fue elegido miembro (fellow) del Trinity College. Su talento no pasaba, desde luego, inadvertido, especialmente para el titular de la cátedra lucasian de matemáticas, Isaac Barrow, quien recomendó a Newton para sustituirle. Sus clases no fueron precisamente un éxito. Se cuenta que eran tan pocos los alumnos que asistían a su aula, y muchos menos los que entendían sus lecciones, que, por falta de oyentes, a menudo no tenía más remedio que impartir sus clases a las paredes.

Por contra, la producción científica de su genio, tan distraído y taciturno como altivo, resulta prodigiosa y a la vez copiosa. Estudia y trabaja sin descanso, sin apenas comer ni dormir. Ignora tabernas y diversiones; sólo se le oyó reír a mandíbula batiente cuando alguien le preguntó en una ocasión cuánto podía valer un carcomido y decrépito libro de Euclides.

La mayor parte de sus hallazgos los reservaba para sus amigos a través de conversaciones y cartas, cuando no se los guardaba para sí por falta de interlocutores válidos.

Esta reserva y ausencia de publicación provocaría años más tarde las controversias sobre la autoría de algunas de sus teorías, que culminarían en la polémica con Leibniz, al que se acusó de haber plagiado unos estudios sobre el cálculo realizados por Newton.

Con todo, en 1671 presentó con gran éxito su telescopio de reflexión ante la Royal Society de Londres, lo cual constituyó una muestra tanto de sus habilidades de inventor como de sus cimentados fundamentos ópticos.

Al año siguiente, la Sociedad publicaba su primer trabajo sobre óptica, pero éste dio pie a su primera controversia seria y a su primer despecho. El principal causante fue Robert Hooke, un destacado científico que criticó alegremente sus teorías. Mortalmente ofendido, Newton se encerró en Cambridge a recrearse en su encono y a "proseguir algunos otros temas", renunciando a publicar más trabajos suyos para evitar nuevas y dolorosas disputas con sus colegas.

En esos años de aislamiento –un tanto relativo, pues también escribía cartas y realzó algunos viajes–, dirigió sus inquietudes hacia el estudio de las Sagradas Escrituras. Efectuó notables cálculos sobre las medidas del Arca de la Santa Alianza, el templo de Salomón y hasta dedicó un curioso estudio a la difusión de la plaga de la langosta en relación con la expansión del Islam. La teología seguía siendo un imperativo intelectual de la época, y hay algo de irónico en el hecho de que Isaac Newton, todo un profesor del Trinity College, fuera secretamente un Unitario que no creía que Jesús formara parte de la Trinidad.

Más curiosa es todavía su afanosa dedicación a la alquimia durante interminables años en los que realizó experimentos que llegaron, inclusive, a afectar su salud, debido a intoxicaciones de mercurio. La vieja obsesión por trasmutar metales en oro estaba lejos de ser una superchería en el siglo XVII. De ahí que el riguroso científico Isaac Newton pasara más de treinta años de su vida estudiando los secretos de la alquimia, a la que dedicó más de un millón de palabras, aunque no publicó nada. Algo muy serio debió de ver en ella.

En enero de 1684 se reunieron tres eminencias de la Royal Society londinense para discutir la posibilidad de formular las leyes del movimiento de los astros. Se trataba del científico Robert Hooke, Christopher Wren, arquitecto de la catedral de San Pablo, y Edmund Halley, un joven astrónomo cuyo renombre y merecida fama vendría años después con el célebre cometa que lleva su nombre y cuya órbita calculó.

Hooke presumía de poder demostrar las leyes del movimiento astral, mientras que Halley confesaba haber fracasado. Así las cosas, Wren ofreció un premio al que lo lograse. Sin embargo, pasaron los meses y nadie aceptaba el reto. Halley decidió entonces visitar a Newton en Cambridge para proponérselo. Lo hizo en el mes de agosto de aquel año.

El encuentro ha pasado al anecdotario de la historia de la ciencia, pero en él Newton aceptó publicar sus teorías al respecto. De ahí saldría su obra capital. Envió primero un cuadernillo de nueve paginas titulado “De motu corporum ingyrum o Sobre la moción de los cuerpos en órbita”. Percatándose de su importancia, Halley le animó a continuar y le ofreció imprimir el libro a su cargo. Escrito en latín, estaba listo 18 meses más tarde, en 1687.

“Philosophiae Naturalis Principia Matemática” (Principios matemáticos de la filosofía natural) es, probablemente, el más grandioso libro científico de la historia. En él está explicada la máquina del universo en un preciso lenguaje matemático, así como el movimiento y la relación de las masas planetarias. Aquello era absolutamente nuevo, una auténtica "revolución en la ciencia".

El éxito del libro fue considerable, y no sólo en el ámbito de la comunidad científica, sino también entre los grandes intelectuales de la época que, como Locke o Voltaire, nada sabían de matemáticas. Curiosamente, la obra no se libró de lo que les sucedería más tarde a otras comparables en su densidad: la gente la adquiría pero no la entendía.

Haciéndose eco de su fama, preguntaban por su autor, por sus rasgos, por el color de su pelo. “¿Es como los demás mortales?”, inquirían. Y es que la impresión creada por sus descubrimientos acerca de la impecable y fría maquinaria del universo se extendía a su autor, quien, ciertamente, se recataba poco de su arrogancia por todo lo que no fuera su ciencia. Newton no sabía lo que era una diversión, era sordo para la música y la poesía le parecía un "disparate ingenioso".

Mientras se editaban los “Principia”, Inglaterra vivía inmersa en los cambios políticos de la Gloriosa Revolución que, en l688, destronó a los Estuardo y reforzó el poder del orangista Guillermo III, quien contribuyó a asentar el protestantismo en las islas. Cambridge sintió los nuevos aires, que Newton aprovechó para iniciar su carrera hacia el Parlamento de Londres.

Aceptó primero el cargo de inspector en la Real Fábrica de la Moneda. Su labor en el puesto resultó tan satisfactoria que tres años más tarde era nombrado director, cargo que le permitió algún tiempo libre para publicar alguna de sus obras inéditas, entre ellas su “Opticks”, un volumen en el que resumía sus ideas sobre óptica y al que añadió un notable apéndice sobre cálculo, muy importante para el desarrollo futuro de las matemáticas, al que tituló “De Quadratura”.

A la muerte de Roberl Hooke, en 1703, le elegían presidente de la Royal Society, y algo más tarde se le ordenaba Caballero. Desde entonces, y en el transcurso de los 22 años que le quedan de vida, será Sir Isaac Newton.

Vivía en Londres atendido por su sobrina Catherine Barton, una guapa y simpática joven que se convirtió en una estrella de la elegante y selectiva alta sociedad londinense.

Es más,  corrían rumores de que era la amante de un importante personaje, Lord Halifax. Muerto éste, Catherine contrajo matrimonio con John Conduit, que recogió muchos de los detalles que compondrían la biografía del gran hombre. Los últimos años los pasa Newton disponiendo de sus cargos y, cómo no, discutiendo, corrigiendo y reclamando prioridad para sus ideas. Se conservan cartas que atestiguan la virulencia de sus reclamaciones, sobre todo en cuanto a la invención del cálculo infinitesimal que disputaba a Wilhelm Leibniz.

Estas polémicas se vieron agravadas quizá por las intervenciones de terceros, que no dudaron en echar más leña al fuego.

Isaac Newton murió un 20 de marzo de 1727, y fue enterrado con todos los honores en la abadía de Westminster junto a los grandes hombres de la historia inglesa. Su epitafio reza: “¡Mortales, congratulaos de que un hombre tan grande haya existido para honra de la raza humana!”. Si hubiera que resumir el legado científico de Isaac Newton podría decirse que fue el primero que nos brinda una teoría unificada y racional del universo: las mismas leyes que rigen el movimiento de los astros, rigen también el de los modestos objetos que nos rodean en la Tierra y todas pueden expresarse a través de las matemáticas.

LA LEYENDA DE LA MANZANA

Un día cualquiera del año l665, Sir Isaac Newton se hallaba saboreando una taza de té en el jardín de su casa natal de Woolsihorpe cuando, de repente, una manzana cayó del árbol y fue a dar de lleno sobre su cabeza.

Como buen científico, acostumbrado siempre a sacar punta del más mínimo detalle que se le presentara, este hecho tan banal fue, precisamente, el que le sirvió de inspiración para el desarrollo de su gran teoría de la gravitación universal. ¿Por qué caía la manzana sobre la Tierra y no sucedía lo mismo con la Luna ?

Tan famosa quizá como la de Eva en el Paraíso, la manzana de Newton es parte y leyenda de la cultura occidental. Una leyenda, por cierto, envuelta en dudas y especulaciones. Nadie, salvo el propio Newton, fue testigo del suceso, y lo menciona vagamente al final de su vida. Fue Voltaire quien difundió esta anécdota, al que seguramente le llegó por referencias de terceros.

Pero al célebre escritor francés, ferviente seguidor del sabio, le debió parecer muy apta para explicar los abstrusos conceptos matemáticos y astronómicos de Newton, que tan bien cuadraban con sus propias ideas. De hecho, el entusiasmo de Voltaire hacia Newton se puso de manifiesto cuando el matemático De Mauperluis efectuó por su cuenta una arriesgada expedición a Laponia y allí tuvo la oportunidad de medir el meridiano terrestre, confirmando así la teoría newtoniana. Voltaire, que no era amigo de De Mauperluis, le dedico un par de versos: “Habéis confirmado en lugares plenos de
tedio lo que Newton supo sin salir de su casa.”

Karl Friedrich Gauss , el gran matemático alemán del siglo pasado, ofrecía una chusca explicación al suceso de la manzana: un importuno aborda a Newton para preguntarle cómo se le ocurrió su descubrimiento. “Por una manzana que me cayó en la nariz”, le expone, y el hombre se va tan satisfecho. Al igual que Gauss, son muchos los que no creen la historieta. Incluso en nuestros días, participa de tal escepticismo el propio Stephen Hawking y otros más. Pero también los hay reverentes que, como el Batson Institute de Massachusetts, (EE. UU.), asegura estar en posesión de una rama del auténtico manzano de donde cayó la fruta. De cualquier modo, la manzana no explica del todo, ni mucho menos, la gravitación universal, pero la hace legendaria y algo más comprensible. Y fueron muchos, después de todo, los que la dieron por buena.

UN SOLTERÓN EMPEDERNIDO

Cuando en 1663, Newton sufría una grave crisis de insomnio, descargaba su irritación en la relación epistolar con sus mejores amigos. “Usted ha tratado de embrollarme con mujeres”, escribía muy indignado el 16 de septiembre al filósofo John Locke. Y es que Newton fue un gran misógino. Sin embargo, cuando era pequeño y estudiaba en la escuela de Grantham prefería la compañía de las chicas. Incluso llegó a tener una "girl friend", esto es, una novia, llamada miss Storer para la que hacía muñecas de juguete. Si tuvo algún lazo amoroso, ése fue el primero y el último. Al menos según la versión de la muchacha, pues Newton jamás mencionó el idilio. Este y otros rasgos de su personalidad arrancan muy probablemente del segundo matrimonio de su madre, a tenor de un original estudio sicoanalítico del profesor Frank E. Manuel, “A Portrait of Isaac Newton” (1968).

Muerto su padre antes de nacer, Newton se encontró a los tres años sin la madre que había poseído en exclusiva, sin tener que compartirla con ningún rival, y que ahora vivía con su segundo marido a un par de kilómetros de distancia. Newton se quedó, pues, al cuidado de su abuela.

Ciertamente, perder padre y madre por la fuerza ha de crear complejos de abandono en un niño. De hecho, toda su vida se verá afectada por la pérdida de su más preciosa posesión y no cejará en bucear en recuerdos sobre los que descargar su ira. Las mujeres le remiten a la madre que le abandonó; los hombres, al "violador" que le robó a su madre. La rabia que no pudo ejercer de niño la descarga de adulto en los Hooke, Flamsteed, Leibniz y hasta en los desgraciados falsificadores de moneda que envió a la horca sin un solo pestañeo. Ingenioso y sutil, nada de esto es totalmente verificable como suele ocurrir con los sicoanálisis freudianos. Pero tampoco puede ignorarse.

A la muerte de su padrastro, su madre volvió a casa con sus nuevos hijos, un chico y dos chicas, y el joven Isaac recobró una familia perdida a la que amar y/u odiar.

Al igual que sucede en la mayoría de los casos con los solterones empedernidos, los años de madurez y vejez de Newton transcurrieron al cuidado de una sobrina. Cátherine Barton, hija de una hermanastra y casada con John Conduit, se convertiría en su más ferviente apologista. Algunos biógrafos corrigen que, como es de rigor para un solterón consecuente, Isaac Newton murió absolutamente virgen. Porque, además, su evidente misoginia, unida a un puritanismo extremo, le impedía acudir a los locales que en esa época y siempre se han encargado de “consolar” a los solterones solitarios –y a muchos casados también–, los burdeles.

Ver: Las leyes de Newton

Fuentes y páginas Internet sobre Isaac Newton:

http://www.monografias.com/trabajos/newton/newton.shtml

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