Don Florín del Campo |
(Carmen de Alonso)
Albahaca y hierbabuena,
el cuento ya va a empezar...
retamo, cedrón y menta,
mi niña lo va a escuchar...
Érase que se era un Zorro muy flojo y muy pillo que se pasaba los días sentado al sol, pensando maldades y más maldades.
Don Florín del Campo, que así se llamaba el Zorro de este cuento, era el terror de los gallineros. Todas las tardes, de oscurecida, íbase de correrías. Nadie, nadie, al verlo así tan orondo y limpiecito, tan tranquilo y respetuoso, saludando para lado y lado como el más cumplido caballero, podía pensar que llevase torcidas intenciones. Lo cierto del caso era que cada mañana don Florín se desayunaba con pollitos tiernos al horno o con alguna espléndida gallina. Pasaban así los meses y los meses y los vecinos de este Zorro pillo seguían buscando desesperadamente al que limpiaba de aves sus corrales y gallineros, sin sospechar jamás que el ladrón fuese don Florín. Aburridos, en fin, se reunieron todos en la plaza del pueblo y pensaron y pensaron, tratando de hallar la forma de acabar con los robos, hasta que, después de muchas cavilaciones, uno de los vecinos decidió que se cerraran corrales y gallineros con paredes y alambrados muy altos, muy altos, así de altos...
Y entonces, ¿ves tú?, comenzaron los sufrimientos para don Florín. No podía saltar las paredes de los corrales ni treparse por los alambrados llenos de púas clavadoras.
—¡Ay, qué malos son los hombres! —quejábase entre amargos suspiros don Florín—. ¿Qué va a ser ahora de mí? ¿Tendré que trabajar para poder comer? Ah, no, no, eso sí que no; ¡nunca!
Y diose, entonces, a buscar un modo de seguir regalando su paladar con Palomas, Pavos y Gallinas, sin necesidad de afanarse mucho.
Sin embargo, corrían y corrían los días y al pobre don Florín nada se le ocurría para salir de sus apuros. Comenzó poco a poco a adelgazarse, y los vecinos, que ni siquiera sospechaban la causa, dolíanse al saludarlo:
—Vaya, vaya, don Florín, qué delgado está usted poniéndose.
—¿Se siente usted mal?
Y don Florín mordíase los mostachos de rabia, unos enormes y tiesos mostachos de zorro malo, y respondía:
—Sí, vecino, algo mal me siento.
Y, bajito, muy bajito, agregaba rezongando: "Ya verás; hombre pícaro, ya verás cómo vuelvo a robarme tus Pollos y... a engordar... y a estar contento como antes".
Y.., diciendo y haciendo, don Florín se encaminó una tarde a casa de su compadre León.
—Muy buenas tardes, compadrito.
—Muy buenas, compadre Zorro. ¿Qué vientos me lo traen para acá? Vamos, pase para adentro. Aquí..., aquí siéntese usted.
—Gracias, compadrito...
Y comenzó nerviosamente don Florín a dar vueltas y más vueltas al sombrero entre sus peludas patas sin saber cómo empezar a hablar del asunto que allí le llevaba.
—Le diré, compadrito...
Don León, notando los apuros de don Florín, se decidió a ayudarlo:
—Vaya, compadrito, y ¿qué me cuenta usted?
—Ah, compadrito León, tengo una gran idea..., a ver si la aprovechamos entre usted y yo...
—Diga no más, compadre —agregó el León, mientras acercaba un asiento al de don Florín.
—Los tiempos están muy malos..., muuuuy malos...
—Si lo sabré yo —dijo el dueño de casa, moviendo pensativamente su cabezota de larga melena.
—Bueno, compadre —continuó el Zorro—, se me ocurre que podíamos dar un baile, un gran baile, y convidar a él a cuanto habitante del aire o de los gallineros conozcamos usted o yo. ¿Qué le parece?
—La idea es magnífica, compadrito; pero... ¿cree usted que iría alguno por muy confiado que fuese? —preguntó don León, con los ojos relampagueantes de interés.
—Bah..., poco conoce usted a las aves, compadre. Cuando yo se lo digo, por algo será. Las entusiasmaremos contándoles de un espléndido banquete, pero banquete va a ser el nuestro. ¡Adiós hambre y penurias, compadrito! Lo tengo pensado. Llevaré mi guitarra, y cuando, en lo mejor del baile, yo empiece a cantar: "A la más gordita, compadrito león...", usted salta sobre los mejores invitados y en un abrir y cerrar de ojos alista nuestra comilona.
—Muy bien..., muy bien, espléndido —celebró el León, relamiéndose por anticipado—; tiene usted ocurrencias geniales, compadre Zorro. ¿Y para cuándo sería el baile?
—¿Qué le parece para el próximo sábado?
—Mejor que mejor, cuente usted en todo conmigo —palmoteó entusiasmado el León.
De este modo, volvióse muy satisfecho don Florín a su casa y comenzó de inmediato a escribir las invitaciones. ¡Que nadie se disgustase por una desatención suya! ¡Faltaba más! Para cada pájaro o ave de corral había una cartita muy amable e inocente, rogándole no dejara de asistir a la fiesta. Y así, con gran alborozo y preparativos, llegó el día del baile.
Don Florín, elegantísimo, recibía en la puerta a los invitados, y dentro, don León se encargaba de atenderlos.
Llegó primero muy oronda la señora Gallina, con toda su numerosa familia. Después, una bandada de Loicas con sus flamantes blusitas rojas. En seguida, unos Pavos gordos, muy estirados, que eran toda la ambición de don Florín; unos Tordos de rigurosa etiqueta...; unos Patos albos, graciosísimos. Hizo luego su entrada un grupo de Garcetas con sus airosos trajes blancos... Más tarde, metiendo mucho alboroto, unos Zorzales charlatanes... Detrasito de ellos, deslumbradas y tímidas, unas Perdices campesinas luciendo sus recatadas polleritas pardas. Llegaron asimismo unos aristocráticos Gansos..., unos modestos Chercancitos, y, algo atrasados, por venir de los cerros vecinos y por haber tenido que afinar sus flautas y diminutos violines, una nube, una verdadera nube de Jilgueros, Yales y Triles... En fin, imagina tú, la casa de don Florín era como una caja grande, muy grande, llenita de trinos, de músicas.
—Trtrtr–trtrtr..., cuaaac–cuac..., srsrsrsrsr...
Sólo un Águila permaneció acurrucada y callada en un rincón. Habíase entrado al baile a escondidas, por una ventana alta, por la única ventana que estaba abierta.
"Mal fin le anticipo yo a esta fiesta —comentaba desde su escondite—. A mí no me inspira la más mínima confianza esta pareja de pillos."
El León, mientras tanto, iba y venía, majestuosamente, entre sus apetitosos invitados, y don Zorro se deshacía diciéndoles zalamerías:
—¡Qué preciosas están sus hijas, señora Gallina!
—Favor que usted les hace, don Florín.
—¡Maravillosas, maravillosas! —El cumplido era ahora para unas Garcetas que bailaban un vals.
—Música igual que ésta, ni en los cielos —celebraba con voz melosa a la banda de Jilgueros, Yales y Triles.
—Pero ¡qué teoría tan interesante! —y volvíase, astuto, hacia un Tordo que discutía acaloradamente con un Zorzal.
Desde su rincón oscuro, doña Águila no perdía de vista a don Zorro. En esos precisos instantes cesó la música y los Jilgueros dejaron a un lado arcos y violines. Las Garcetas, entusiasmadas, pedían repetición. Doña Pava, de gran charla con don Pato, plegó su elegante abanico y también solicitó:
—Sí sí , síííííííí...,.., ¡más música!
Y don León, que no esperaba ocasión más propicia y que ya en verdad comenzaba a impacientarse, dejó oír su ronca voz:
—Sí..., sí: podía tal vez cantarnos algo don Zorro.
—Muy cierto; que cante don Zorro; ¡que canteeee! —gritaron todos los inocentes convidados.
Y entonces don Florín, con muchos remilgos, tomó su guitarra e hizo los rasgueos de rigor. Tosió luego un poco para ensayar la garganta, y rompió a cantar.
No llevaría dos estrofas cantadas y el baile hallábase ya en lo mejor, cuando comenzó a entonar los versos convenidos:
A la más gordita, compadrito León,
a la más gordita, compadrito León,
a la más gordita, compadrito León...
Y el León se lanzó sobre los desprevenidos invitados, zarpazos por aquí, zarpazos por allá, con tal rapidez que, antes de tres minutos, no quedaba uno solo vivo.
Don Florín dejó su guitarra y, mirando goloso el suculento botín, dijo al León:
—¿Qué tal, compadrito?
—¡Magnífico..., magnífico!
Y tan interesados estaban en el reparto, que ninguno de los dos vio ni sintió a doña Águila que los espiaba desde su rincón.
"Zorro canalla, tú fuiste el de la idea...; pero ya la pagarás, y muy pronto..."
Y batiendo suavemente sus fuertes alas, huyó por la ventana alta, lejos, muy lejos..., a sus montañas.
Transcurrieron dos, tres, cuatro meses desde el día del baile.
Una tarde hallábase don Florín como de costumbre sentado a la puerta de su casa, cuando divisó a doña Águila que parecía muy afanada y nerviosa.
—Gusto de verla, doña Águila.
—Para mí es el placer, don Florín.
—Y ¿qué le pasa que va tan de prisa?
—¡Oh! amigo mío, ¿no sabe usted quién venda flores finas?
—¿Flores finas? —indagó, curioso, don Florín—, y ¿se puede saber para qué desea usted flores finas?
—Para las bodas de mañana, pues.
—¿Para las bodas de mañana? —siguió interrogando más y más interesado don Zorro.
—Vaya, no se haga usted el inocente... Y... con su permiso, sigo mi camino, que estoy apuradísima —mintió con toda habilidad doña Águila.
—No..., no..., no...; tiene usted que contarme eso de la boda, amiga Águila.
—Para otra vez será..., para otra vez será —e hizo ademán de tender las alas para iniciar el vuelo.
Don Zorro, desesperado, suplicó:
—Por favorcito, amiga querida, no sea usted egoísta. Cuente, cuente, y yo le diré en cambio dónde encontrar las más lindas flores de la tierra.
—Si es así... —concedió el ave—, ya es otra cosa. Cómo iba a pensar que a usted, que a usted, don Florín, no le había llegado una de las primeras invitaciones. Dicen que bodas como éstas no ha habido ni habrá...
Don Zorro no cabía en sí de asombro. Caramba, unas bodas y él que no sabía nada.
¡Cuántos guisos exquisitos irían a servirse allí!...
Como siguiendo el pensamiento de don Zorro, con toda maldad, continuó el Águila:
—Para qué le digo nada de la cena que se prepara: tortolitas en salsa..., pavos trufados, pollitos a la cacerola..., higos con miel..., patos rellenos..., gansos asados...
—Basta, basta ya, no siga usted —interrumpió casi con angustia don Florín, mientras se relamía los largos mostachos—. A todo esto, no me ha dicho usted quiénes se casan y dónde.
—¡Bendita cabeza la mía! Debí comenzar por ahí, ¿no le parece? Pues se casa la Reina de las Golondrinas en el cielo.
—¿En el cielo? —repitió el alarmado don Zorro—; qué lástima.
—Lástima, ¿por qué? —indagó doña Águila, poniendo una cara de inocente.
—Porque no podré ir yo.
—Bah, si usted desea ir, yo le conseguiré una invitación.
—No es eso..., no es eso —suspiró de nuevo don Florín.
—¿Tiene usted algún otro inconveniente?
Tenía doña Águila unos ojillos tan buenos de niñita inofensiva y parecía interesarsé de tal modo por ayudar a don Zorro, que éste ni sospechó sus verdaderas intenciones.
—¿Cómo podría ir yo si no tengo alas para llegar hasta el cielo?
—De veras —contestó el Águila, poniéndose pensativa—. Aunque..., espere, se me viene una idea a la cabeza. ¿Y no podría llevarlo yo? Sé de Cóndores y algunas Águilas amigas que ese día van a transportar a muchos invitados al cielo.
—¿Verdad? ¿Pero sería usted tan buena, amiga Águila? —interrogó, atragantado por el entusiasmo, don Zorro.
—Con toda el alma, don Florín, tratándose de usted. Ahora mismito subo al cielo por una invitación para usted, y mañana, a eso de las cinco, vengo a buscarlo. Me espera usted con su traje más elegante... y se pone flores, muchas flores, todas las flores que encuentre. Será usted allá mi pareja; ¿no le parece, don Florín?
—Por supuesto, por supuesto. ¿Cómo pagar a usted este servicio?
—Bueno, don Zorro, no se hable más de servicios y quedamos en que mañana a las cinco estará usted listo. ¡A las cinco en punto!
Y ahora me voy volando, que me he atrasado mucho y debo aún ir por las flores.
—No la detengo más y gracias. ¡Hasta mañana, doña Águila!
—¡Hasta mañana, don Florín!
Y volvió doña Águila a extender las alas.
Don Zorro se quedó mirándola y agitando en despedida su peluda mano, hasta que la vio perderse tras el manchón de quillayes de un cerro.
Taaan... taaan... taaan... taaan... taaan...
Cuando el campanario de la iglesia del pueblo dio las cinco, hacía ya mucho rato que don Zorro, muy nervioso y engalanado, paseábase de arriba abajo de la calle, en espera de doña Águila.
A cada instante sacaba de uno de los bolsillos de su chaleco gris un grueso reloj de plata y consultaba y volvía a consultar la hora:
"Las cinco... Si se habrá olvidado. Las cinco cinco..., las cinco diez; si me habrá engañado", suspiraba con despecho don Florín.
De pronto, un rumor por momentos más y más claro, más y más cercano, fue dejándose oír, hasta que, por fin, ¡zas!, apareció doña Águila.
Estaba hermosísima con un doble collar de alelíes, muy lustrosas las alas oscuras y limpia, muy limpa la blanca pecherina.
Don Zorro, por su parte, no lo estaba menos, con su flamante traje de color pardo rojizo y en la solapa de cuya chaqueta lucían olorosos unos floridos cogollos de hierbabuena. Llevaba guantes negros y sobre la cabeza una guirnalda de malvas y retamo.
—Ay, don Florín, tendrá usted qué perdonarme, ¿verdad? Imagino lo nervioso que estaría... y con razón.
—Vaya, doña Águila, para no mentir, le diré que creí que usted me había olvidado.
—¡Qué ocurrencias! Pero apurémonos, que estamos muy atrasados.
Y doña Águila tendió, tendió las alas para que su invitado subiese a ellas. Sin embargo, don Zorro tuvo aún un poquitín de desconfianza, de algo muy parecido al miedo, y dijo, sin poder contenerse:
—Doña Águila..., amiga Águila, ¿y será usted capaz de llevarme hasta el cielo?
La aludida se echó a reír.
—Buena cosa, don Florín, usted lo verá. Lo único que puedo decirle es que si nos apuramos, alcanzaremos al Cóndor que lleva a su compadre León.
—¿De veras? ¿También él está invitado? —exclamó don Zorro, entusiasmándose de nuevo—. Entonces, amiga Águila, no la detengo a usted más.
Y decidido, confiado, se arregló sobre las fuertes alas del Águila.
—¿Podemos ya partir, don Florín?
—Cuando usted guste, amiga mía.
Con un esfuerzo, suavemente, fue el ave elevándose del suelo y ganando poco a poco en altura.
Don Zorro, muy apegadito a ella, se distraía de sus temores pensando en esos riquísimos guisos de que le había hablado doña Águila.
"Tortolitas en salsa..., uvas con miel..., asado de gansos..."
Pasaron las copas de unos naranjos y alcanzaron luego las más altas ramitas de unos álamos.
—¿Ve usted el pueblo, don Florín?
—Si lo veo, doña Águila.
Llegaron hasta lo alto del campanario de la iglesia. Don Zorro comenzó a sentir un poquito de desasosiego, de inquietud. ¿Para qué aceptaría la invitación de doña Águila? Daría cualquier cosa por hallarse sentado en firme, a la puerta de su casa.
—¿Ve usted el pueblo, don Florín?
—Aún lo veo, doña Águila.
Se alejaron del campanario, lo perdieron de vista. Subían, subían; así, ¿ves tú?
Don Zorro disimulaba sus temores. Doña Águila iba en silencio y sólo hablaba para preguntar:
—¿Ve usted aún el pueblo, don Florín?
—Muy poco..., mu y poco..., casi no lo veo...
Siguieron subiendo, y tanto, tanto, que don Zorro no veía ya nada, sino montañas y cielo.
Estaba realmente arrepentido de haber aceptado la invitación de doña Águila. Más que temor, sentía susto, un susto muy grande que le retorcía el corazón.
—¿Falta mucho para llegar al cielo, doña Águila?
—Va faltando poco. ¿Ve usted aún el pueblo?
—Noooo..., nada..., nada —suspiró desesperado don Florín—; sólo nubes.
Desapareció como borrado el último picacho de la más alta de las montañas.
Don Florín sintió que un frío de angustia le recorría todo el cuerpo y trató de afirmarse lo mejor que pudo entre las alas del ave.
—¿Falta mucho, señora Águila?
—Poco, muy poco, Zorro pícaro. ¿Te acuerdas del baile ese que diste hará unos tres meses?
—Sí, me acuerdo, señora doña Águila... Pero... ¿falta mucho todavía?
—No te preocupes de llegar ahora al cielo, Zorro bellaco, porque adonde vas a llegar muy pronto, y volando tú solo, va a ser a la tierra. Todos los malos reciben siempre su castigo; ¿no lo sabías?
—Ay, señora linda, amiga buena, perdóneme, se lo suplico —rogaba don Florín, con voz templorosa.
—No hay perdón para usted, señor don Florín. ¿Y todos los Pavos..., las Gallinas..., los Yales..., los Patos..., las Perdices que mataste? Ahorita mismo vas a pagar todo eso.
—Perdón..., perdoncito —lloro don Zorro—. ¡Perdóoooooon!
Pero doña Águila no tuvo lástima y sacudió muy fuerte las alas y, entonces, ¿ya no me oyes?, don Florín no pudo sujetarse más y comenzó a caer, a caer ligerito hacia la tierra. El Águila lo siguió un momento, mientras le decía:
—Ahí tienes tu castigo, Zorro malo, Zorro ladrón.
En seguida torció el vuelo a la montaña, hacia su nido.
Don Florín, mientras iba acercándose al suelo con una rapidez asombrosa, repetía ahogado por el llanto:
—Si de ésta escapo y no muero,
nunca más bodas al cielo;
si de ésta escapo y no muero,
nunca más bodas al cielo;
si de ésta escapo...
Cuando, ¡paf!, se estrelló contra una piedra enorme y se mató.
Albahaca y hierbabuena,
el cuento pasó, pasó...;
almohadita de retamos,
mi niña ya se durmió.