Don Zorro, confesor |
(Carmen de Alonso)
Sandalitas de jazmines
calza hoy la mamá Luna;
camina que te camina,
sonríe a los niños buenos.
Mil farolitos de estrellas,
suspendidos de las nubes,
van alumbrando las huellas
que deja la mamá Luna...
Tantán..., tantáaaan..., tantán..., tan..., tan... Así llamaba contenta la campana de una iglesita de pueblo, cuando don Zorro acertó a pasar por allí.
"¡Vaya, vaya —se dijo—, qué buenas gentes vienen a oír misa!"
Y al decir "buenas gentes", ¿sabes tú?, don Zorro miraba codicioso a don Pavo, que en esos precisos momentos, con sus pasos ceremoniosos, lentos y largos, y muy de guantes, terno negro y bastón, llevaba a toda su familia a la iglesia.
Sin embargo, la sorpresa de don Zorro llegó al colmo cuando, al volver la esquina, tropezó con mamá Oveja, que llevaba de la mano a sus dos tiernos hijos, unos corderitos que asomaban sus desnudas naricillas y sus ojuelos tímidos entre albos vellones de suaves lanas.
"¡Qué buen bocado!", suspiró don Zorro, relamiéndose goloso los labios. Y ante mamá Oveja, después de sacarse muy cumplidamente el sombrero, se disculpó:
—Ah, mi señora doña Oveja, haga el favor de perdonarme. Ya ve usted que no hubo intento.
Y mamá Oveja, que es muy calladita y muy humilde, apenas levantó los ojos para decir:
—No hay de qué, don Zorro.
Y eso sí que como todas las ovejas del mundo tiritan de miedo de sólo oír nombrar a don Zorro, apretó más y más el paso y aseguró entre las suyas las manos de sus corderitos.
—Apurarse, apurarse, mis hijitos, que vamos atrasados.
Don Zorro siguió también su camino, pero ahora una idea mala le volvía y le revolvía en la cabeza.
"¿Y por qué no? ¿Y por qué no?", se iba preguntando a sí mismo y a cuanta cosa hallaba.
—¿Y por qué no, verdad, mi señor don Maitén? ¿Y por qué no, verdad, mis amigas Piedras?
Y ni el Maitén ni las Piedras se dignaban oírlo, mas él seguía ufano, pensando y retocando la idea mala.
Esa noche y las siguientes, don Zorro durmió poco y mal. Sufría de largos desvelos a causa de la idea aquella que se le había puesto entre ceja y ceja, hasta que al fin, después de darle vueltas y más vueltas en su astuto cerebro, decidió ponerla en práctica.
Y así..., a la mañana siguiente, tan de albita que apenas teñía el sol los picachos más altos de la cordillera, fue don Zorro a situarse ni cerca ni lejos de la iglesia: ni tan cerca que lo descubriese el señor Cura, ni tan lejos que él no pudiese ver a todo el que entrase o saliese de la iglesita.
El frío de la mañana le mordía las empinadas orejas y le entumecía las patas. Entonces, don Zorro, para espantar al frío y para calmar su impaciencia, púsose a ir y venir en un espacio cortito, sin quitar por eso la vista de las puertas de la iglesia.
Pasaban los minutos..., pasó una larguísima media hora, y pasó otra no menos interminable, hasta que por fin, con muchos rezongos de bisagras, entreabrióse poquito a poco la puerta de la iglesia, y por allí, primero una mano y la punta de la nariz..., en seguidita la otra mano y la cabeza entera desgreñada y soñolienta..., y por último el cuerpo todo, largo, muy largo, apareció el sacristán.
Don Zorro empinó a modo de antenas las orejas y sonrió satisfecho.
"¡Qué bien, qué bien..., ya comienza!"
El sacristán, a todo esto y restregándose mucho los ojos para echar de ellos el sueño, salió a la calle y comenzó a mirar para este lado y para el otro, como buscando a alguien.
Don Zorro, que para realizar sus malvados planes había seguido durante dos semanas las idas y venidas del sacristán y del señor Cura, no se inquietó por las preocupaciones de aquél, sino que, por el contrario, estúvose muy tranquilo, a sabiendas de en qué irían a parar todos aquellos afanes.
Y en efecto... Siempre peleándose con el sueño, el sacristán salió de la iglesia y fue con sus grandes trancos hasta la esquina próxima, y una vez allí, ¡vaya si lo sabía don Zorro!, detuvo al primer coche que pasó y, después de cambiar unas cuantas palabras con el cochero, subió al pescante, y en un dos por tres coche, cochero y sacristán estuvieron frente a la puerta de la iglesia. Allí los esperaba, sumido en la amplia sotana, el bueno del señor Cura.
Acomodóse en el asiento trasero del coche, y éste partió renqueando por las piedras de aquella calle provinciana.
Don Zorro se atusó con nerviosa alegría los tiesos bigotes y aguardó el desenlace acostumbrado de lo que estaba espiando.
No tardó en salir de nuevo el sacristán y ahora golpeó con fuerza las puertas de la iglesia para convencerse de que las dejaba bien cerradas. Se alejó en seguida a trancos cada vez más largos y disparejos, sin volverse a mirar hacia atrás.
Al verlo perderse de vista, don Zorro se restregó satisfecho las negras manos y muy orondo se acercó a la iglesia, e ingeniándose en una y otra forma, logró entreabrir las puertas que hacía unos minutos apenas había cerrado tan cuidadosamente el sacristán.
Por ahí deslizó con grande astucia su cuerpo, y ya adentro, sin perder un segundo, comenzó a realizar sus planes. Ágil, muy ágil, trepó la escalerilla que llevaba al pequeño campanario, y al principio con temor, luego con más y más aplomo, púsose a agitar la campana llamando a misa.
El primero en oír el toque insistente de la campana fue don Gallo, que, en esos precisos momentos, se hallaba esponjando su bello plumaje sobre el techo del gallinero.
—¡Hija..., hijaaa! —llamó a su esposa, una linda Gallina de color cobrizo.
Doña Gallina estaba preparando muy apurada el desayuno para sus hijos y se hizo la desentendida.
—¡Hijaaaaaaa..., hijaaaaaaaa! —insistió don Gallo.
Entonces, la señora Gallina volvió sus ojillos redondos hacia su marido y respondió sorprendida:
—Pero, ¿qué pasa? ¿No ves que estoy ocupada? Los "chicos" (al decir "chicos" se refería a sus Polluelos) aún no se desayunan..., llegarán tarde al colegio.
—Hoy no se va al colegio, mando yo —respondió con áspera arrogancia don Gallo, agitando airosamente su elegante cola.
—¿No? ¿Y adónde se va entonces? dijo doña Gallina, toda perpleja.
—¡A misaaaaaaa..., a miiiiiiisa! Vamos todos a misa, a confesarnos.
—Raro que hoy llame a misa el señor Cura —argumentó doña Gallina—, pero claro que iremos. En un santiamén alisto a los "chicos".
Y contoneándose, doña Gallina fue poniendo los trajecitos domingueros a sus polluelos. Arregló asimismo los tazones de leche con arroz para sus hijos, y mientras éstos picoteaban y picoteaban, entre hambrientos y juguetones, dispuso dos docenas de huevos y unos panecillos olorosos en una cesta de mimbre para el buen señor Cura.
A todo esto, don Gallo, muy limpio y confiado, bajó de su soleada terraza y, seguido de su esposa doña Gallina y de su parvada de hijos, encaminóse a la iglesia.
También escucharon el llamado a misa los señores Gansos, que vivían en un fragante huerto vecino, y unos Cisnes, y unos Patos, Taguas y Pidenes, que tenían sus casitas pintorescas en los frescos totorales de una laguna cercana al pueblo.
—¡Vaya, vaya, tenemos de nuevo misa! —exclamó muy sorprendida la señora Tagua.
—Así estoy viendo —subrayó don Pato, mientras en un movimiento breve y sedoso de sus alas tornasoladas se deslizaba hacia el agua de la laguna.
—Creo que deberíamos ir. ¿No le parece a usted? Mire..., escuche las campanas invitan:
"Vengan..., vengan...., vengaaan..."
—Efectivamente, comadrita —terció con su voz chillona don Pitigüe.
Y así, al poco rato, en ruidosa caravana, toditos los habitantes de la laguna, Cisnes, Patos, Taguas y Pitigües, iban caminito de la iglesia.
En un descanso, trabaron amistad con un grupo de Diucas, entretenidas en escarbar la tierra recién removida por el arado.
—¿Y adónde van? —preguntó la más atrevida de ellas.
—Vamos a misa..., vamos a misa, vamos a misa —replicó la alada caravana.
—Podríamos ir con ustedes..., a pesar de que estamos tan desarregladas...
—Dios mira los corazones y no los adornos —concluyó doctoralmente el más viejo de los Patos.
Entonces, las Diuquitas sacudieron sus gorgueritas y pecheras de un tenue matiz blanco grisáceo y se unieron a la caravana invitante.
Y... todo resultó tal como don Zorro lo venía deseando y proyectando.
A medida que la campana llamaba:
"¡Vengan, vengan, vengan!", iban llegando, incautos y devotos, los señores Gansos, don Gallo y su distinguida familia, y en fila larga y dispareja, los habitantes todos de la laguna.
Cuando don Zorro vio que habían llegado ya tan sabrosos fieles, abandonó el campanario y, busca que te busca, halló al fin una raída sotana del señor Cura, se la puso y se fue a instalar de confesor en el rincón más oscuro del confesionario de la iglesia.
No tardó en acercarse por allí doña Gallina.
—Acúsome, Padre... —y ¡zas!, sin darle lugar ni siquiera para un cacareo de auxilio, don Zorro alargó la pata, le apretó el pescuezo y la metió apresuradamente en un saco que tenía a su lado.
Pasaron en seguida a confesarse, unos tras otros, los doce Polluelos de doña Gallina, y toditos, con sus sedosos y tibios plumones color de la flor del aromo, no alcanzaron a lanzar ni un pío–pío de angustia entre las crueles y peludas manazas negras de don Zorro.
Idéntica suerte sufrieron don Gallo, los señores Patos de la laguna, los elegantes Cisnes, los Gansos, las Diuquitas, las señoras Taguas y los desgarbados Pitigües.
Pero, como tú sabes, es la ley de Dios que toditas las criaturas malas reciben su castigo más tarde o más temprano; así también a don Zorro le iba a llegar muy pronto, muy pronto, el suyo.
Aconteció, entonces, que don Zorro iba ya a alejarse muy satisfecho con su sabrosa carga, cuando entre dos tiritones de espanto divisó a don Perro, que, grandote y fiero, así, así, se acercaba, se acercaba al confesionario.
"¡Ay de mí —suspiró, y le castañetearon de susto los dientes todos a don Zorro—, aquí sí que estoy en peligro!"
Y don Perro siguió acercándose..., acercándose..., tanto, que el aliento le alcanzaba a don Zorro, la piel erizada por el terror.
Sin embargo, don Perro se portó muy compuestito y con los ojos bajos se fue a hincar en el confesionario.
"Pueda ser que no me reconozca", hacía votos don Zorro.
Pero... y aquí, mi vida, en este "PERO" mayúsculo, estaba todo el error de don Zorro: no sospechaba él ni remotamente que don Perro venía, como se dice, siguiéndole los pasos, porque para eso había visto él pasar en coche al señor Cura, camino del pueblo vecino, de modo que su nervioso llamado a misa habíale llenado de sospechas.
Bueno, y como tú sabes que los perros tienen un olfato muy fino, ¡ps!, nadita le costó hallar y seguir el rastro del malvado don Zorro.
Para las sagaces narices de don Perro no valían ni la raída sotana del señor Cura, ni sus gruesos lentes, ni la oscuridad del confesionario.
"Voy a darle una agonía larga a este bellaco", resolvió don Perro, al convencerse de que ave que iba a confesarse era ave que no volvía a aparecer más.
—Buenas tardes, Padrecito —saludó con melosa voz don Perro.
—Buenas te las dé Dios, hijo. ¿Vienes a confesarte?
—Sí, Padrecito; he sido muy malo, pero estoy arrepentido.
Don Zorro, engañado por el acento tan inocente de don Perro, se dispuso a dominar los nervios.
—Comienza no más, hijo, y date prisa, porque hay muchos esperando.
—Acúsome, Padrecito, de que una vez mordí a un niño...
—Ah, eso... casi... , casi no es pecado, hijo. Continúa..., continúa, que estoy muy apurado.
Y don Zorro comenzó de nuevo a temblar. A través de las débiles rejillas del confesionario sentía a don Perro que olfateaba, que olfateaba, amenazador.
—Acúsome, Padre, que otro día robé unas Gallinas y unos Patos.
—Robar Gallinas y robar Patos no es pecado, hijo, pero confiésate más de prisa..., más de prisa.
Don Perro, como ya te dije, se había propuesto castigar a don Zorro, dándole una agonía larga, y así lo hacía desesperarse con unos pecados imaginarios que no terminaban nunca.
—Acúsome, Padrecito, que otro día maté una Liebre, una pobre Liebre que hallábase barriendo la puerta de su casa, en un manchón de zarpas.
—Matar Liebres no es pecado, hijo, aunque éstas se hallen barriendo la puerta de su casa; pero, por misericordia, apúrate, hijo mío, estoy urgidísimo de tiempo.
La voz de don Zorro era entrecortada, anhelante: ya no le cabía duda de que don Perro lo había reconocido. Sin embargo, éste continuaba inmutable y olfatea que te olfatea.
—Acúsome, Padrecito..., que otra vez... andaba yo con hambre... y cace... ¡un ZORRO!
—¿Cazaste un ZORRO has dicho, hijo mío?
—Sí, Padrecito, y me lo comí enterito.
Don Zorro notaba que por ahí, por el ladito del corazón, la oscura sotana le subía y le bajaba, agitadamente, con desesperación. ¡Ahora sí que estaba perdido!
Y fue entonces, mi vida, cuando don Zorro, con voz temblorosa y con los ojos arrasados por gruesos goterones de terror; respondió a don Perro:
—Ay, hijo, ¿por qué hiciste eso? Ése si que es pecado grande, muy grande, muy requetegrande... Cazar Zorros es pecado mortal. Mas, ¿por qué estás tan inquieto? A ver; termina pronto tu confesión, hijo mío, termina pronto... , prontoooooo.
Al notar el angustioso desasosiego de don Zorro, don Perro sonrió burlesco, mostrando los filudos y amenazadores colmillos.
—Vaya, Padrecito, lo que es ser ignorante. ¿Así es que matar Zorros es pecado muy requetegrandazo, ah? Bueno, y ¿qué irá a decir usted ahora? Porque acúsome, Padrecito..., acúsome... de que ¡me lo voy a comer a usteeeeeeed!
Y sucedió, entonces, lo que tú ya te habrás imaginado: al oír esto, don Zorro dio un brinco desesperado y quiso echarse a correr; pero don Perro dio un salto más rápido y clavó sus temibles colmillos en la peluda y blanca garganta de don Zorro.
—¡Aaaaaah..., aaaaah..., aaaaaah! —alcanzó no más a decir el bellaco de don Zorro y expiró ahí mismito, junto al saco donde, sólo momentos antes, había estado guardando a sus confiadas victimas.
Don Perro, que era muy desconfiado cuando de Zorros se trataba, no abandonó el confesionario hasta que se convenció de que don Zorro, de ahí en adelante, no haría más fechorías porque estaba muerto, bien muerto.
Luego, salió despacito, juntó bien la puerta de la iglesita y se fue satisfecho, mientras pensaba: "Un bellaco menos..., un bellaco menos".
Y ahora se acabó el cuento.
Alguien dice que la Luna,
la Luna se lo llevó.
Para eso calza sandalias
de silenciosos jazmines,
camina que te camina,
se ha ido la mamá Luna
y nadie, nadie la vio...