El bautizo de la luciérnaga |
(Carmen de Alonso)
Allá afuera está la noche.
En la hojarasca del huerto
sus casaquitas esconden
unos grillos desvelados
y las luciérnagas prenden
su ronda de chisperío.
Asomadito tras la cordillera, el Sol se despedía de los prados y de aquel comienzo de bosque donde iba a celebrarse el bautizo de la Luciérnaga. Con su cara tan redonda y tan colorada, parecía que a cada instante iba a lamentarse: ¡qué lástima que deba irme... y con lo bonita que irá a estar la fiesta! Pero, mi hijita, queriendo o no queriendo, el señor Sol tenía no más que irse hacia otros lados de la tierra donde aún había niños, aves y flores dormiditos, y tenía que llegar allí despacio, como de puntillas, y cosquillearles las caritas a esos niños, y resbalar su tibieza por los nidos e ir entreabriendo con sus suaves dedos las llores.
Y en tanto a regañadientes se iba el señor Sol, corta que te corta con sus alas los últimos rayos, pasaban y pasaban las Mariposas y unos Abejorros bulliciosos. Iban a engalanarse para la fiesta del bautizo.
—Rrrrr..., rrrr..., rrrr..., rrrr, vamos de prisa —decían los Abejorros. Y un poco más allá, entre las raíces de un algarrobo, unas Hormigas iban y venían también afanadísimas, mientras arriba, escondidas en lo alto de las ramas llenitas de flores de oro, conversaban distraídamente unas Chicharras.
—¡Qué derroche, vecina!
—Ni bautizo de príncipe —rezongó la señora Chicharra más vieja, con su áspera voz.
—Desde aquí podremos mirar perfectamente la fiesta.
—¡Cht..., cht..., cht...!
Y todas las Chicharras se volvieron a mirar hacia el caminito que quedaba debajo del algarrobo: muy adornada, paseando con orgullo sus grandes ojos, descendía de su castillo doña Araña.
—Va a ser la madrina —explicó una Chicharra joven.
Tanto cuchicheo molestó a un Caracol que meditaba pegado a una rama tierna y lo obligó a estirar sus graciosos cachitos y curiosear un poco. Volvió después a quedarse quietecito, despreocupado de cuanto pasaba a su alrededor.
Doña Araña bajó al camino. Tras ella, ¡ah, si hubieses podido ver tú!, iban las criadas del castillo, las hilanderas, llevando montañas de encajes maravillosos para la recién nacida. Días y noches se tejió en el castillo de doña Araña para cruzar aquellos hilos tan finos, tan finos, que parecía iban a deshacerse al solo contacto del aire.
—¡Qué suerte para la hija de las Luciérnagas! —siguió comentando otra de las Chicharras, con su buen poco de envidia.
—¡Huy! han elegido bien los padrinos. Dicen...
Y la conversación fue cortada nuevamente por unas Abejas que pasaban, ¡sss..., sss..., sss!, con sus polleritas de dorado terciopelo, volando, volando y sin siquiera dignarse mirar a las Chicharras. Adelante iba la reina, y detrasito, no menos de un ciento de obreras, que llevaban cestas diminutas en las patitas traseras, y en las cestas, miel, néctar y polen, que es un polvito de oro perfumado que las Abejas sacan de las flores.
Las Chicharras, apretadas en el algarrobo, no salían aún de su asombro cuando, fíjate tú, vieron pasar un ejército de Mariposas semejantes a flores con alas, rojas, amarillas, blancas, azules...
Y eso no terminó allí. El Sol se fue hundiendo..., hundiendo detrás de los cerros de la costa, hasta no quedar de él nada, absolutamente nada. Las Hormigas dieron un último vistazo a las larguísimas galerías cruzadas bajo la tierra donde hundía sus raíces el algarrobo, y en filitas muy ordenadas se encaminaron hacia ese comienzo de bosque donde, ya he dicho, iba a celebrarse el bautizo de la Luciérnaga.
Había allí una ancha y húmeda franja de musgo suave, de un verde maravilloso, y encima de ella habían ya las Luciérnagas esparcido pétalos de malvas, de retamo, de jazmín, llevados desde los jardines del pueblo. Cabezuelas de hierbabuena, redondas como bolitas pintadas de morado, trasminaban asimismo el prado. Habíanlas enviado, en frescas bandejitas de barro, unas Avispas que vivían allá en la juntura de dos rocas, cerca del río.
Empezaba a llenarse de sombras aquel comienzo de bosque.
Apareció mamá Luciérnaga con su suave traje pardo y con sus dos maravillosos cinturones de luz que iban abriendo caminitos blancos, azulosos, por donde pasaba. Tenía igualmente el vestido de mamá Luciérnaga, a los costados, unas vistosas y menudas lunas rojas. Tras ella salió papá Luciérnaga, muy seriote, mirando y revisando que nada faltase.
—¡Chirrí..., chirríiii...!
—¿Quién es? —preguntó papá Luciérnaga, muy poco amistoso.
—Son los músicos que llegan —explicó con su voz apagadita mamá Luciérnaga.
Y fueron saliendo uno, dos, tres..., cinco..., diez..., yo no sé cuántos grillos, muy tiesos y graves bajo sus negras levitas.
—Por aquí, por aquí, señores —indicó el dueño de casa—. Hagan ustedes el favor..., en este saloncito —y mostraba un extremo sombrío del prado.
—Chirríii..., chirríi... —y los señores Grillos fueron a esconderse entre unas hojas secas que allí había.
Y no bien terminaban de instalarse los músicos, cuando, hijita de mi alma, apareció la bandada de Mariposas y, como quien dice, pisándoles los talones, doña Araña, la madrina, con su larga fila de hilanderas cargadas de regalos.
Mamá Luciérnaga salió a recibirlas.
—Gracias, gracias, amigas mías, por haber venido —decía a las Mariposas, que la rodeaban batiendo apenas las alas—. Yo sé que para ustedes es un sacrificio salir de noche. Y usted, comadre Araña, ¡tan hermosa con esos lujos de reina!
Las Mariposas se repartieron sobre la alfombra verde, jugosa, del musgo. Con las alas tendidas, parecían otras tantas flores de esmalte.
Doña Araña pidió de inmediato conocer a la ahijada y pasó hacia el interior de la casa.
—Rrrrrr..., sssss..., rrrrr..., sssss... —eran los Abejorros y las Abejas que llegaban a la fiesta, con su preciosa carga de perfumados presentes.
Y aquí nadie, fíjate tú, iba a ofenderse ni a atacarse. Serían todos como buenos hermanos. Ni doña Araña miraría con golosos ojos a las Mariposas, ni las Abejas dejarían en ningún momento de ser unas invitadas muy cumpliditas.
Pasaron algunos minutos y lentamente, muy lentamente, descendieron de unos altos tallos los Caracoles. En el sendero se toparon con las Hormigas, pero como éstas, tú sabes, caminan tan ligerito, luego los dejaron atrás. Pobres Caracolitos, con sus casitas a cuestas, apenas avanzaban por el camino. La tierra suelta y reseca que les atajaba el paso iba adornándose con unos hilos de plata...
—Esos pobres van a llegar después de los postres —comentaron las intrusas Chicharras.
—Debían haber partido ayer para llegar hoy —añadió la Chicharra más vieja, que era la más ofendida porque no las habían invitado.
—Miren..., mireeeen, ¡qué ridículos! —y todas las Chicharras volvieron a un tiempo los ojos salientes hacia donde señalaba la Chicharra vieja.
Y vas a ver tú el motivo de tantísimo alboroto: eran unos desgarbados Palotes qué, entre saltos y saltos, acudían a la fiesta. ¿Tú te acuerdas de los Palotes? ¿No? Son esos insectos con facha de palitos secos que tú en vano tratas de apresar en tus manitas, porque cuando ya tú crees que vas a alcanzarlos, ¡zas!, estiran las alas y esas patas tan largas y van a caer lejos, por allá lejos, que ni los divisas.
Bueno, pero sigamos el cuento. ¿Dónde íbamos? Ah, sí, en que habían llegado a la fiesta del bautizo las Arañas, las Abejas, los Grillos..., las Mariposas..., las Avispas; de veras, también las Hormigas, que ya entraban en la casa, y de repente hasta los Palotes con sus trancos larguísimos. Sólo los pobres Caracoles seguían camina que te camina sin adelantar mucho. Parecía que estaban todos los invitados, cuando, ¡ts..., ts..., ts...!, cayó sobre el prado una nube de Pololos con sus tiesos chaquetones de raso, negros, verdes, doraditos...
Papá Luciérnaga repartía palabras amables por aquí y por allá. Las Abejas giraban en torno a las cabezuelas de la hierbabuena, y un poco más distante, los músicos–Grillos frotaban sus alas comenzando una serenata.
Había cerrado la noche sobre el prado del cuento. Las Mariposas estaban fatigadas, soñolientas.
Por suerte apareció doña Araña llevando en sus brazos (debería decirse en sus patitas) a la pequeña Luciérnaga. ¡Y qué linda era! Mamá Luciérnaga tendió un claro pétalo de rosa sobre el musgo y allí la dejaron. La recién nacida tenía por almohada un jazmín y dormitaba tranquila. Entonces, como tú comprenderás, comenzó el obligado desfile de los convidados.
—Es una preciosura —dijeron los Abejorros.
—¡Una monada! —opinó el padrino, que era un Palote joven muy poco dado a las alabanzas.
—¡Cómo brilla! —exclamaban las hilanderas de doña Araña.
—Perfecta, perfecta —repetían las Hormigas, sin cansarse de admirarla.
Mamá Luciérnaga, como buena mamita, sonreía feliz.
¡Bien decía ella que su hija era la más hermosa del mundo entero!
Los señores Grillos tocaban y tocaban desde su escondite de hojas secas. Un grupo de Luciérnagas danzaba. En la oscuridad de la noche, eran como una ronda de estrellas sobre el prado. Todos miraban encantados. Hasta las mismas Chicharras, desde su encumbrada rama de algarrobo, seguían en silencio la graciosa danza de las Luciérnagas.
Detrás de la montaña fue levantándose un resplandor suave.
—¡La Luna..., la Luna! —aplaudió doña Araña.
—¡La Lunaaaaa! —repitieron asombradas las Mariposas y las Abejas.
—¿No conocían ustedes la Luna? —interrogó muy admirado un Pololo que lucía una almidonada casaquita verde.
—Noooo..., y ¡qué maravilla! Nosotras sólo conocíamos el Sol.
A todo esto, entre mira para acá y mira para allá, nadie se fijó en que mamá Luciérnaga y doña Araña, muy sigilosas, se habían llevado hacía ya rato a la pequeña Luciérnaga.
Ahorita la traían de nuevo y volvían a depositarla sobre el pétalo de rosa.
Papá Luciérnaga conversaba animadamente con el padrino, don Palote.
—Parece que ya la bautizaron... —manifestó la Chicharra vieja, con cierto modito despechado.
—Ah, de veras. ¡Qué lástima!
Mamá Luciérnaga llamó discretamente a su marido, le dijo algo al oído y después fueron repitiendo con muchísima gentileza a sus invitados:
—Ahora a cenar, señoras, señores..., a cenar..., a cenar.
Papá Luciérnaga ofreció su brazo a doña Araña, y don Palote, de un tranco largo, fue a ofrecer el suyo a mamá Luciérnaga. Los demás convidados aplaudían así..., así..., y en parejas se repartieron por el musgo, donde realzaba sus tallos claros el trébol.
Unas Moscas, por primera vez limpias en su vida, servían, en húmedas bandejas de greda y arena, trocitos de miel, fragantes jugos de flores, granos de azúcar, pequeños frutos silvestres... Las hilanderas de doña Araña y las obreras de doña Hormiga, muy compuestitas, iban y venían, ayudando en el servicio a las Moscas.
Las Chicharras del algarrobo varias veces estuvieron a punto de caer medio a medio de la fiesta, en su afán de no perder un detalle.
Todos comían y conversaban animadamente, y era de verlos, mi hijita, tan unidos, tan confiaditos, codo a codo los mismos enemigos de siempre.
Pero... como está de Dios que no haya dicha duradera, ocurrió que en lo mejor de la cena y mientras los Grillos llenaban el aire con melodioso concierto, como un terremoto, peor que un mal viento, por sobre el suave musgo salpicado de tréboles, pasó a todo correr un animal enorme, feroz, que arrasó con cena e invitados.
—Un Elefante..., un Elef... —alcanzó a gritar papá Luciérnaga, y se sintió lanzado lejos, sobre el duro camino.
Nadie tuvo tiempo de arrancar, debido a lo imprevisto del ataque. Las Mariposas fueron las primeras en sacudir su aturdimiento y, con sus pobres alas trizadas, emprendieron el regreso. Igual cosa hicieron las pocas Abejas que quedaron vivas..., y los Palotes..., y las Avispas..., y los Pololos, con sus graciosas chaquetitas desgarradas. Doña Araña, que no había recibido sino un sacudón, fue a atender a la pequeña Luciérnaga.
Mamá Luciérnaga con su carita llena de tierra y lágrimas contemplaba los destrozos.
Desde lejos, los Caracolitos, en su marcha lenta, olfatearon el peligro y desanduvieron el camino plateado de hilos de baba, en busca de su alto refugio de tallos.
Las Chicharras, en la fuerte rama florecida de oro del algarrobo, sentían también los grandes ojos húmedos...
—Dios sabe lo que hace. De buena nos libramos —comentó la más joven.
—Pobres..., pobres, era apenas un Gato y lo tomaron por Elefante —terminó la Chicharra vieja, meneando con pena la cabeza.
La noche avanzaba implacable sobre el maltratado musgo del prado.
—Chirríii..., chirríiiiiii —suspiraron bajito los Grillos, y asomaron temerosos de entre las hojas secas.
Algunas Luciérnagas llevaban sus lamparitas de aquí para allá, arreglando perjuicios.
Después todo volvió a quedar en calma. Ni quejas ni serenatas, nada, ni un rumor. Era sólo la noche con su silencio, y en lo alto, el rostro blanco de la Luna...
Afuera quedó la noche...
Cierra los ojos, mi niña.
Los violines de los grillos
descansan bajo los tréboles
y la ronda de luciérnagas
apagó sus lamparitas.
Mi niña, cierra los ojos.
La noche se quedó afuera...