El negro Francisco

(Carmen de Alonso)

No sé si en dorados lomos
de camellos o leopardos
va cabalgando hoy el sueño.
No sé si cruza desiertos
o goza apretada selva;
lo cierto es que aún no viene
y que mi niña lo espera...

Esto pasó hace muchos, pero muchos años, en un país en que todas las gentes son negras. Negro el Rey, negra la Reina, negrísimos como el carbón hombres y mujeres, e igual que grandes muñecos de chocolate, con un pelo en motitas de azabache, los niños y las niñas.

Ahí en ese país, entonces, vivía el negro Francisco, que era el negro más flojo que hubo y habrá en todita la tierra. No quería sino pasarse descansando, y dormir, estirarse y bostezar.

Bueno..., lo cierto es que un día —yo no sé cómo— supo el Rey de la flojera del negro Francisco y quiso convencerse personalmente de lo que decían.

Salió una mañana de su palacio, que era muy lindo, todito de mármol, con unos torreones y unas cúpulas que parecían empinarse hasta el mismo cielo, y llegó hasta el claro del bosque, que era donde trabajaban los negros compañeros del negro Francisco, unos cortando con filudos hachones unos pinos muy altos, otros cargando los gruesos troncos, y otros, en fin, iban de aquí para allá reuniendo brazadas y brazadas de ramas para hacer leña.

Sólo el negro Francisco descansaba sin preocuparse de nada, estirado y contento, a la sombra de unos pinos.

Cuando divisó al Rey, fingió hacerse el dormido profundamente y apretó así bien los párpados sobre los ojos, que le blanqueaban en la cara oscura y brillosa como recién frotada con betún.

El Rey, entonces, hizo que uno de sus sirvientes sacudiese al negro Francisco, hasta despertarlo, y éste comenzó a estirarse y a bostezar, lo mismo que si hubiera sido sorprendido en el mejor de los sueños.

—Negro sinvergüenza —le dijo el Rey—. ¿Qué haces aquí?

—No se enoje, amito Rey
pero diré la verdá
y es que barriga vacía
nunca puee trabajá.

Se disculpó el negro flojo, poniéndose a duras penas de pie y sin dejar un instante de restregarse mucho los ojos soñolientos.

El Rey, que era muy bueno, creyó que en verdad el negro Francisco no trabajaba porque tenía hambre, y mandó que le dieran de comer todo cuanto pidiese.

Para qué decir nada del alegrón del favorecido, que comenzó a dar vueltas a saltitos en torno al Rey y a hacerle reverencias y más reverencias para demostrarle su gratitud.

Volvióse después el Rey a su palacio, muy agradado de haber descubierto una tan fácil medicina para la flojera del negro Francisco, y decidió volver en la tarde de ese mismo día para darse el gusto de verlo trabajar por primera vez en su vida; pero cuál no sería su sorpresa e indignación, imagínate tú, cuando de nuevo encontró al negro panza arriba y durmiendo que era un contento.

Enojadísimo el Rey, ordenó que lo despertasen, y no bien hubo el negro entreabierto los ojos, le dijo muy molesto:

—¿Qué te has imaginado, negro sinvergüenza? ¿Crees que vas a reírte de mí?

Verdaderamente asustado, el negro Francisco se echó de rodillas ante el Rey y se disculpó suplicante:

—Amito Rey, barriga vacía no puee trabajá,
y barriga llena tiene que descansá...

El Rey tuvo ganas de celebrar la ocurrencia del negro, pero, para escarmiento de flojos, mandó que le diesen cincuenta azotes...

A ver..., a ver..., ¿escuchemos?
—taptap–taptap–taptap—
Es el sueño que regresa...
Lo traen para mi hija,
cruzando selvas y ríos,
un elefante de plata
y una empinada jirafa...

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