La cabrita desobediente

(Carmen de Alonso)

Por senderitos de luz
en las colinas del cielo,
campanitas de oro vienen,
campanitas de oro van;
atadas con cintas albas
bajo los cuellos de seda
de cien cabritas traviesas
como niñitas sin sueño,
campanitas de oro van,
campanitas de oro vienen...

Era un prado verde, de un verde tierno, suavecito, como esos que tus piececitos andariegos siempre buscan, y era también una colina empinada en su pollera de riscos y de hierbas. Y ahí en lo más alto de la colina, tranquila y seriecita, hurga que te hurga hierbajos entre las piedras, estaba una Cabrita blanca, tan blanca, que parecía un vellón de nube enredado entre las peñas.

La Cabrita tenía una mamá Cabra que la quería y cuidaba mucho y unos hermanos Cabritos, juguetones y de piel blanca y suave como la Cabrita del cuento, y tenía asimismo un papá Cabro muy serio y barbudo, que todo el día se lo llevaba de aquí para allá, buscándoles comida.

Pero..., y esto era lo malo, la Cabrita se ponía a veces desobediente con mamá Cabra y se iba sola, sin ningún permiso, a la colina esa de que ya te hablé, hasta que una tarde sintió que alguién la llamaba desde el prado verde.

—¡Cabritaaaaaaa..., Cabriiitaaaaaaa!

Las Cabritas chicas son muy curiosas, ¿sabías tú?, y entonces, apenas oyó el llamado, dejó de comer, trepó sobre unas piedras muy altas y asomó por allí su linda carita blanca para ver quién le hablaba. Y quien le hablaba, Diosito del alma, era un León, un León feo y melenudo.

—¡Buenas tardes, Cabrita! —saludó de nuevo el León, almibarando su ronca voz y moviendo así, así, con grandes reverencias, la cabezota.

La Cabrita, que, además de curiosilla, era cumplidísima, respondió con su acento claro y cortés:

—Muy buenas tardes, mi señor don León.

—¡Qué linda campanita llevas atada al cuello!

—Linda es, don León; regalo de papá Cabro.

—Podrías bajar, Cabrita, para que yo la viese...

—Ay, no, no, no, don Leoncito, que puede usted comerme.

—¿Comerte yo, Cabrita? —interrogó el León, dándose por ofendido—. ¡Qué ocurrencias, si he hecho juramento de no comer carne de cabras!

La Cabrita, sin embargo, era bastante tímida y desconfiada. No podía olvidar así no más que mamá Cabra una y mil veces les había repetido a ella y a sus hermarios Cabritos:

"Tengan presente, criaturas, que no hay que fiarse ni del León, ni del Zorro, ni de los Lobos: son nuestros peores enemigos".

La Cabrita volvía a oír el consejo de mamá Cabra y, agitando negativamente las orejitas, insistió:

—No puedo bajar, mi señor don Leoncito.

Pero éste, que tenía un hambre muy grande, muy graaande, un hambre de no sé cuántos días sin probar bocado, endulzó más y más el tono áspero de su voz:

—Baja, baja sin cuidado; baja, que he hecho, como te dije, juramento de no comer carne de Cabritas.

Y ponía el León feroz unos ojos tan inocentes, tan implorantes, que la Cabrita no pudo menos de pensar para sí: "A lo mejor éste no es un León malo, igual a los que ha conocido mamá Cabra".

—Mira, Cabrita —prosiguió el León, con una acaramelada sonrisa en las fauces mentirosas y hambrientas—, mira aquí el trébol con sus florecitas blancas y rosadas, ¿alcanzas a apreciarlo?, y luego ¿ves este arroyito? ¡Qué agua tan fresca, tan clara! Baja a beber confiada, no me tengas miedo. Yo soy un León amigo de las Cabritas como tú..., no podría comérmelas..., y además, como hice ese juramento...

Tanto habló el León y tan inofensiva cara puso, que la Cabrita olvidó los consejos de mamá Cabra y decidió bajar al prado. Veíanse, en verdad, de un verde tan tierno el trébol y como una fresca y huidiza cinta de cristal y plata las aguas del arroyuelo.

—Voy a bajar, mi señor don Leoncito. Confío en su juramento.

Y brincando alegremente, con la pequeña colita muy en alto, bajó las escarpadas peñas de la colina.
Y ahí, entonces, tú comprendes, fue lo grande: apenas la Cabrita estuvo al alcance del León, éste le dio un zarpazo, y la pobre comprendió, aunque tardíamente, que éste era su castigo por no haber seguido el consejo de mamá Cabra.

En vano se lamentó y por su carita blanca y suave rodaron unas gruesas lágrimas de arrepentimiento.

—Ay, Leoncito, ¿y cómo decías que habías hecho juramento de no comer jamás carne de Cabritas?

—Con hambre no hay juramento —rugió el León, e iba ya a engullírsela, cuando lo detuvo un ruido sordo que parecía venir desde detrás de los cerros. Encogió, entonces, las zarpas que retenían a la Cabrita y levantó mucho las orejas, como tratando de averiguar lo que sucedía.

A todo esto, la Cabrita recobró un poco el ánimo y entre dos suspiros evocó el recuerdo de mamá Cabra.
¡Ah, si no hubiese desoído sus consejos!... Y de pronto, como una lucecita que se encendiese allí en medio de su arrepentida amargura, tornó a oír la voz tierna, acariciante de su mamita cuando les decía: "El León sólo les teme a los Elefantes y a los Rinocerontes". ¡Oh, gracias, Señorcito bueno de todas las criaturas del mundo, por esta idea! A lo mejor aún podría salvarse.

Y se puso a gritar como desesperada: "Beeeeeeh..., beeeeeeh..., beeeeeeeeh", al tiempo que arriscaba la desnuda naricilla, igual que si olfatease un inmenso peligro en el aire. "Beeeeeh..., beeeeeeh..."

—¿Qué te pasa, Cabrita? —indagó, bastante intrigado, el León.
—Ay, qué me va a pasar, don Leoncito, qué nos va a pasar a usted y a mí, mejor dicho. ¿Que no siente, entonces, ese ruido?
—Sí que lo siento...
—Es una manada de Rinocerontes furiosos, don León. ¿Qué vamos a hacer? ¿Para dónde arrancarnos?

El León, impresionado por los ojuelos llenos de pánico de la Cabrita, no se detuvo a reflexionar y sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. ¡Una manada de Rinocerontes furiosos! ¡Caramba, no era cosa de quedarse allí esperando que lo acometiesen y desgarrasen con sus temibles cuernos! Poco le importaba ahora la Cabrita; lo que es él..., y con pasmosa agilidad cruzó la pradera y se perdió tras un manchón de árboles.

La Cabrita, a su vez, con las patitas aún temblonas por el susto pasado, subió de nuevo su colina de riscos. Llevaba los ojitos llenos de lágrimas y el corazón apretado de arrepentimiento, hasta que en un recodo del cerro divisó al fin el cerco de piedras y cañas de su casita.
Y corría ahora, corría con sus saltitos ligeros, sin sentir cansancio, sin sentir dolor, ansiosa de llegar a ella y de estrecharse sollozante de alegría contra el pecho amoroso de mamá Cabra.

En los senderos de luz
de las campiñas del cielo,
las campanitas no vienen,
las campanitas no van.
Atadas con cintas albas,
bajo los cuellos de seda,
sus dueñas muy formalitas
miran dormir a mi niña,
las campanitas no vienen,
las campanitas no van...

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