Papá negro y sus nueve negritos

(Carmen de Alonso)

Ratita curiosa pasó por aquí
hurga que te hurga, mas yo no sé qué...
Pollerita oscura, zapatito gris,
con mucho sigilo salió por ahí.
Dicen que buscaba —verdad es tal vez—
diminuta perla para su collar,
y tu dientecito asomado ayer
señora Ratita quería robar.

Y éste es el cuento más corto de todos los cuentos... Cortísimo, tan cortito que apenas lo empiece ya vas tú a oír el fin. Es un cuento tan chiquito como..., ¿cómo te dijera? Ah, como el dientecito ese que deseaba robarte doña Ratita; tan rechiquitito que cabría en la azul corola de un nomeolvides. Pequeño, pequeñín, lo mismo que esas gotas de agua que tú ansiosa bebes en tus manitas... Diminuto como granitos de arroz... cortito, en fin, ya lo verá usted, señorita, que éste que se era un Negro más negro que el comino y más goloso que un gorrión.

Y resulta que un día doña Negra tuvo que salir de compras y dejó a don Negro tragón encargado de revolver y revolver el dulce de leche que estaba espesando en una gran paila de cobre, y resulta así mismito que al pobre don Negro se le iban con desesperación los ojos entre el girar de cucharada y cucharada de dulce.

A todo esto, corazón, olvidaba yo contarte que don Negro y doña Negra tenían nueve negritos preciosos, ¡nueve! Y por cierto que eran lindos, con sus cabecitas llenas de un pelo motudito, con los ojos tan vivos que les resaltaban en lo oscuro de las caritas de chocolate.

Y pasó, entonces, que los nueve negritos, que también eran muy glotones, rodearon la gran paila de cobre donde tan tranquilamente daba vueltas y vueltas el dulce de leche.

A papá Negro se le cubría de gotitas de sudor la frente, y no sabría yo decirte si eran del calor que subía de la fogata, o si del empeño que ponía para mover las grandes cucharas de palo, o si del esfuerzo que hacía para resistir y no comerse el dulce. Lo real del caso es, mi hijita, que papá Negro se saboreaba e igualmente se saboreaban los nueve negritos, hasta que... papá Negro no pudo más y cayó en la tentación de probar el dulce. Más le hubiese valido no hacerlo, imagínate, porque esto que lo probó y ya no fue posible suspender las "probadas".

Los negritos lo miraban ansiosos. Eran dieciocho ojitos clavados en papá Negro y nueve boquitas que gritaban a un tiempo, sin freno ni consideración algunos:

—Papá, déme...

—No puero... Mamá Nega se enoca...

—¿Y cómo usté come?

—Yo no como: toy apobando.

Y seguían levantándose las grandes cucharadas de dulce y, ¡zas!, que desaparecían en la bocaza del Negro. Los negritos se impacientaban, reclamaban:

—Papáaa, d é e M E E...

—No puero..., mamá Nega se enoca...

—¡Y cómo usté come?

—Yo no como: toy apobando.

Los nueve negritos se empujaban y apretujaban en torno a papá Negro y se desesperaban de tanto mirar, sin provecho ni esperanza, las espesas cucharadas de dulce que engullía éste, ya sin miramiento paternal alguno.

—Papá, déme...PAAPÁAA, DEMEE —insistían, niñita mía, a gritos los negritos cuando comenzaron a divisar el fondo rojizo de la gran paila de cobre.

—No puero —volvió a responder don Negro, atragantado con otra enorme cucharada—, mamá Nega se enoca...

—¿Y cómo usté come?

—Yo no como: toy apobando —y abrió la bocaza y por allí se perdió otra ración más grande.

Comenzó a todo esto, pues, hijita de mi alma, a sonar la cuchara, ¡ras..., ras..., ras!, señal segura de que el dulce había desaparecido y sólo quedaba lo pegadito al fondo. "Ahora sí que ya no es posible esperar más", pensaron los nueve negritos de cabecitas motudas, y, sin sujetarse a paciencias ni respetos, comenzaron a saltar, a brincar, a tironear a papá Negro, tratando de tomar las cucharas y gustar aunque no más fuesen las "raspitas".

—Papáa, déme..., papáaaa, D É E M E E...

—No puero, mamá Nega se enoca —contestó aún el muy tragón.

—¿Y cómo usté come?

—Yo no como: toy apobando...

—¿Y cómo se le va acabando?

—¡Seña que me va gustando! —dijo el muy pillo, y se engulló lo último, lo último que quedaba en la paila.

Y así como se acabó el dulce, también se acabó este cuento, el cuento de doña Negra, de don Negro y de los nueve negritos que se quedaron mirando..., mirando...

Señora Ratita anda por ahí,
miradas y afanes (lo que busca sé).
Pollerita oscura, zapatito gris,
por si no lo sabe, yo se lo diré:
no pierda su tiempo, váyase de aquí,
que ni por montañas de oro que me dé,
ni mediante ruegos, yo le he de entregar
ese dientecito que persigue usted.

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