La liebre y la tortuga

(Esopo)

La liebre y la tortuga se encontraron una mañana en el bosque.

–¿Puede saberse adónde vas con la casa a cuestas? –preguntó la liebre.

No era la primera vez que la liebre se burlaba de la lentitud de la tortuga. Así es que ésta estiró su largo cuello, muy digna, y respondió:

–Llevar la casa a cuestas es una ventaja. Si me sorprende la noche por el camino, me basta con meterme dentro de mi caparazón ¡y ya estoy en casita! No como tú, que pierdes el resuello corriendo para regresar a tu madriguera.

–¿Que yo pierdo el resuello? –exclamó la liebre–. Si tan segura estás, podríamos echar una carrera un día de éstos.

Harta de las bromas de la liebre, la tortuga aceptó. Luego se alejó, ante el regocijo de la liebre, que se doblaba de risa, viéndola caminar.

Aquella misma tarde, la sorprendente noticia de que la liebre y la tortuga iban a celebrar una carrera había llegado a todos los rincones del bosque.

Por la noche, cuando todos los animales hubieron regresado de su trabajo, acudieron al claro del bosque donde se reunían siempre que tenían que tratar de asuntos importantes.

–¿Una carrera entre la tortuga y la liebre? –tuvo que preguntar por segunda vez el topo, que era algo duro de oído–. Eso no me lo pierdo.

–¡Será una carrera digna de verse! –exclamó el pájaro carpintero–. Podríamos invitar a los animales de los bosques vecinos... ¡y nuestro bosque se haría famoso!

–Bueno, bueno –le interrumpió el puercoespín–. No creo que la tortuga tenga muchas posibilidades; así es que será mejor no invitar a nadie.

Decidieron entre todos que la carrera se celebraría al día siguiente, que era domingo. De ese modo, podrían acudir todos los animales del bosque.

Al día siguiente, el sol también acudió a presenciar la carrera y despertó con sus alegres rayos a todos los animales.

El pájaro carpintero había trabajado toda la noche para pintar las pancartas de salida y de meta. Y a primera hora de la mañana, había colgado la pancarta de salida entre dos árboles. Luego, muy animoso, había pintado una raya blanca entre los dos árboles.

Ante la expectación de todos los animales del bosque, la liebre y la tortuga se acercaron a la línea de salida. Lucían dos llamativos dorsales, que mamá pata había confeccionado para la ocasión.

La tortuga se situó sobre la línea de salida, preparada para iniciar la carrera. Pero la liebre, como si la cosa no fuera con ella, se apoyó en uno de los árboles que sujetaban la pancarta de salida y se dedicó a mordisquearse las uñas.

El ciervo, que había sido elegido juez de la carrera, carraspeó, consciente de su importante papel.

Luego dio la señal de salida.

La tortuga, no muy segura de su éxito y ligeramente arrepentida de haber aceptado participar en la carrera, comenzó a caminar pausadamente. La liebre, por su parte, no echó a correr, como esperaban todos, sino que continuó apoyada en el tronco del árbol.

Los animales del bosque se sintieron desilusionados. La mayoría había acudido para contemplar la fulgurante salida de la liebre.

–Tengo tiempo de comer y hasta de dormir, mientras ella da dos pasos –les explicó la liebre–. Así, pues, no me importa darle una pequeña ventaja.

La liebre continuó todavía un buen rato apoyada en el tronco del árbol. Por fin, ante las protestas del público, que se quejaba de que no había acudido para contemplar cómo la liebre se mordía las uñas, se decidió a empezar la carrera.

Extendió sus ágiles patas y, en menos que canta un gallo, adelantó a la tortuga, que, ahora un pasito, después otro, había recorrido muy pocos metros.

Cuando llevaba un rato corriendo, la liebre pasó junto a un prado.

"¡Qué hambre tengo! –se dijo–. Tengo tiempo de comerme toda la hierba, antes de que la tortuga llegue hasta aquí."

Sin pensárselo dos veces, saltó fuera del camino. Vio entonces a una atractiva ardilla de cola roja, que estaba recogiendo piñones del suelo.

–¿Ya se acabó la carrera? –le preguntó la ardilla a la liebre.

–¿Acabado? No ha hecho más que comenzar –respondió la liebre–. Pero la tortuga camina tan despacio, que me he detenido para comer... y aún me sobrará tiempo para dormir un rato, ¿no crees? –preguntó riendo.

La ardilla no pudo por menos que estar de acuerdo con la liebre. Así, ésta se puso a mordisquear hierba y la ardilla a roer piñones.

Un buen rato después, la ardilla, que se había subido al árbol donde vivía, vio el pausado balancear del caparazón de la tortuga.

La tortuga también tenía hambre. Y de buena gana se hubiera detenido a reponer fuerzas. Pero continuó su lento y constante caminar, ahora una patita, luego la otra.

–¡Eh! –llamó la ardilla a la liebre, que continuaba mordisqueando hierba–. Ya se ve a la tortuga.

De un salto, la liebre volvió al camino y empezó de nuevo a correr.

Corría con un estilo impecable, propio de un campeón de los cien metros planos, ante las aclamaciones de los animales del bosque, que contemplaban la carrera a ambos lados del camino.

Pero pronto la liebre dejó muy atrás a la tortuga.

"Si continúo corriendo así –se dijo entonces la liebre–, voy a llegar a la meta demasiado pronto. Además, puedo ganar a ese caracol con patas sin necesidad de cansarme.

Dicho y hecho. La liebre acortó el paso y caminó tranquilamente durante un rato.

De pronto, se detuvo. Su primo, el conejo, había instalado un puesto de venta de helados, a un lado del camino.

–¡Querida prima! –saludó el conejo a la liebre–. Todo el bosque está pendiente de tu carrera con la tortuga –añadió, mientras pensaba en la cantidad de helados que podría vender–. Pero vamos, acércate. Te prepararé un riquísimo helado.

Mientras la liebre saboreaba un helado delicioso, los dos primos estuvieron hablando de la familia. Así fue como la liebre se enteró de que mamá coneja, la esposa de su primo, había dado a luz a media docena de preciosos conejitos. El conejo y su familia vivían en lo más profundo del bosque, y se pasaban los meses sin que la liebre tuviera noticias de sus primos.

Ya se acababa la liebre el helado, cuando se dio cuenta de que la tortuga estaba a punto de pasar por el camino.

Rápidamente, se despidió de su primo y echó a correr de nuevo.

Pero enseguida notó que empezaba a sudar y se detuvo. Vio entonces un riachuelo muy cerca; se acercó y bebió casi hasta secarlo. Luego se incorporó y miró a lo lejos. A menos de un tiro de piedra de donde se encontraba, se veía la pancarta de la línea de meta.

Pero en lugar de correr los metros que le faltaban, la liebre se dijo que tenía tiempo de echar una siestecita antes de que llegara la tortuga.

Se sentó, pues, sobre la hierba, se apoyó en el tronco de un árbol y, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó dormida.

El sueño de la liebre fue tan agradable, que durmió hasta el atardecer.

–¡Qué bien he dormido! –exclamó, por fin, desperezándose.

Luego se puso en pie e hizo varios ejercicios gimnásticos, para desentumecer los músculos.

"¿Dónde estará la tortuga? –se acordó de pronto–. ¡Bah! Seguramente debe haber comprendido que es imposible ganarme y se habrá retirado de la carrera."

Diciéndose esto, la liebre volvió al camino, dispuesta a recorrer el último trecho de la carrera.

Estaba tan segura de su triunfo que, aunque faltaban pocos metros para la meta, se dijo que sería mejor no correr demasiado para corresponder al recibimiento que, de seguro, le dispensarían los animales del bosque. Pero su entusiasmo se trocó en sorpresa cuando, a medida que se acercaba a la meta, no oía aclamaciones ni aplausos. Y de la sorpresa paso a la alarma, cuando, al cruzar la meta, comprobó que ninguno de los animales estaba allí para recibirla.

Muy extrañada, miró a un lado y a otro; pero por más que buscó, no vio a ningún animal por los alrededores.

La liebre no sabía ya dónde mirar, cuando oyó una voz a sus espaldas, que le preguntaba:

–¿Me buscas a mí?

Era la tortuga, muy tranquila y descansada, que, despacito, despacito, pero caminando sin parar, había llegado a la meta hacía varias horas, mientras la liebre estaba durmiendo.

Ella y los demás animales del bosque llevaban tanto tiempo esperando a la liebre, que se habían decidido por dirigirse a un claro del bosque para celebrar un banquete en honor de la tortuga.

¿Me creeréis si os digo que la liebre no volvió a presumir en su vida?

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