Hombrecitos

Capítulo 3

EL DÍA DOMINGO

Nat abrió perezosamente los ojos. La campana lo había despertado. En la silla vio un traje que le llamó la atención: aunque no era nuevo, pues ellos "heredaban" la ropa que obsequiaban los ricos, era vistoso.

Apenas se hubo lavado y vestido, Tommy llegó para llevarlo al comedor. Allí todo era limpísimo. Rob, junto a su padre, recitaba una oración. Después de ésta, los chicos se sentaron alegremente.

Como todos los domingos, en la mesa se discutió el programa de trabajo y de paseos de la semana. El profesor fue el primero en levantarse, y exhortó a los niños:

—Ahora cada cual a sus obligaciones. Estén listos para la llegada del microbús que nos conducirá a la iglesia.

Cuando llegó el vehículo, el profesor Bhaer, acompañado por los chicos no menores de ocho años, se instaló en él. Nat no pudo acompañarlos porque aun tenía mucha tos. De todos modos, lo pasó bien junto a tía Bhaer y a los pequeños. Ella les contó cuentos y mostró "al nuevo" los tesoros que guardaba en lo que ella llamaba el "armario dominical".

—Mi deseo es que los niños pasen domingos felices; que sea para todos el mejor día de la semana —le confió la señora.

—¿Quiere usted decir que así aprendemos a ser bue­nos? —preguntó Nat.

—Precisamente; a ser bondadosos y a querer serlo. Pero como esto no es fácil, tengo algunas cosas para ayudarlos. ¿Ves? Observa ésta. —Abrió ante Nat un cuaderno grande.

—¡Oh! ¡Aquí está mi nombre! —exclamó.

—Esa es tu página. Hay una destinada a cada uno de ustedes. En ella anoto el comportamiento semanal y el domingo por la noche arreglamos cuentas —dijo la señora Bhaer.

—¿Cómo? —inquirió Nat.

—Mostrándoles su hoja. Si ella arroja saldo favorable, quedo contenta y orgullosa: si el saldo es desfavorable, me apeno mucho. Ellos lo saben y tratan de ser buenos —añadió.

—Procuraré tener buenas anotaciones —dijo Nat en tono de promesa, ya que deseaba ser el "orgullo de mamá Bhaer".

Cuando los demás regresaron de misa, se almorzó y lue­go cada uno se dedicó a sus tareas personales: escribir cartas a sus parientes, repasar las tareas, ensayar alguna lección. A las tres de la tarde los niños salieron a dar un paseo acompa­ñados por el profesor. Era una ocasión para admirar la naturaleza y honrar a Dios.

Tommy se quedó acompañando a Nat, aún convaleciente de su resfrío.

—Te haré los honores, Nat —le dijo Tommy—. Iremos al granero, al jardín y a la jaula de los animales feroces.

—¿Animales feroces? —preguntó Nat, sorprendido.

Sí; cada uno de nosotros tiene "su" animal encerrado en el granero. Mira, éste es mi chanchito; ¿te gusta? —y señaló un cerdito bastante feo.

Nat sonrió y deteniéndose ante un cajón con tierra, preguntó:

—¿Qué hay aquí?

—Es un semillero de gusanos de Jack. ¡Mira! Aquellas dos gallinas también son mías. La señora Bhaer a veces me compra huevos y yo se los vendo baratos; me daría vergüenza pedirle lo que valen.

Luego repasaron el lugar en que estaban los perros y los nidos de palomas.

—¿Cómo logran tener tantas cosas? —interrogó Nat.

—Pues... —titubeó Tommy—, algunas son regaladas, otras son compradas, y otras, encontradas.

Nat se sintió pobre, pero Tommy, adivinando la tristeza de su amigo, le propuso:

—Oye, tengo una idea. Te propongo que tú recojas los huevos. Por cada docena, te daré uno. Mamá Bhaer te pagará treinta y cinco centavos por cada doce huevos. ¿De acuerdo?

—¡Trato hecho! —respondió animado Nat.

Y ambos niños formaron la compañía que pasaría a llamarse Tommy Bangs y Cía.

Después se fueron caminando hacia el arroyuelo, donde un frondoso sauce daba amplia sombra. Entre su follaje había un pequeño anaquel, en el que esperaban su terminación un barquito y un silbato de caña.

—Demi y yo somos dueños de este lugar, y sólo le permitimos venir a Daisy —comentó Tommy.

—¡Qué lindo! —exclamó Nat—. Me dejarás trepar al­guna vez, ¿verdad? —añadió.

—Yo no tengo inconveniente, siempre que Demi lo consienta. Pero no creo que haya problema.

Encaramados en el árbol, conversaron animadamente.

El huerto se veía bien cuidado y sembrado. Nat preguntó sobre esas tierras.

—Nosotros somos los arrendatarios —le explicó Tommy—. Cada uno cultiva su parcela con distintas semillas de las sembradas en las otras. Sólo después de la cosecha podemos canjear o vender lo cultivado.

—¿Podré yo también tener mi parcela? —preguntó Nat, entusiasmado, y ante su sorpresa, oyó la voz del profesor que le decía:

—Naturalmente, hijo, que tendrás la tuya.

Caminaron un rato por el huerto y fue entonces cuando el señor Bhaer le adjudicó a Nat su pedazo de tierra, indicán­dole cómo debería cuidarla y mantenerla y explicándole la importancia del agua para los sembradíos, así como la preparación de los terrenos.

Luego de una grata cena, en la que se comentaron las novedades en las cosechas, empezaron las clases de música. La tía Jo tocaba el piano; Franz, la flauta; el profesor, el contrabajo, y Nat, su violín. Se elevaron todas las voces en un armonioso coro.

Concluido el acto, mamá Bhaer los besó a todos, deseándoles las buenas noches. El profesor les dio la mano, cortésmente, con lo cual terminó la noche del domingo.

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