Hombrecitos

Capítulo 12

AVENTURA EN EL BOSQUE

Una calurosa tarde de agosto, el viejo Silas detuvo su carro cargado de heno para acercarse a la señora Bhaer, quien le hacía señas con el delantal.

—¿Qué ordena, señora? —preguntó.

—Quisiera que llevaras a los muchachos en el carromato hasta el prado grande.

Tal servicio era para facilitar la excursión propuesta, destinada especialmente a recoger bayas. Antes de que partiera la alegre caravana, Jo, dirigiéndose a Daisy y a Nan, les encargó que cuidaran por sobre todo a Rob.

Esa tarde los niños pasaron horas muy agradables, descontando los pequeños percances propios de toda excursión al campo. Así, Tommy tuvo que sufrir las picaduras de los tábanos. Daisy dejó caer todas las bayas que había logrado recoger a causa del susto que le dio una culebra cercana. Pero, como siempre, la aventura mayor fue protagonizada por Nan, y compartida por el pequeño Rob, quien la seguía en sus travesuras.

—Mira, Rob —le dijo en cierto momento—; detrás de aquel cerco hay muchas bayas; vamos a buscarlas.

Ambos chicos saltaron el muro y siguieron un pequeño sendero, al final del cual encontraron las ambicionadas bayas.

—Nan, ¿sabrás regresar? —le preguntó Rob  preca­vido.

—¡Claro que sí!..., y de memoria

—Mejor vayámonos antes de que todos se marchen.

—Espera a que termine de limpiar mis bayas —dijo, imperativa, Nan.

A Rob le pareció que aquello era interminable. Mirando al cielo susurró:

—Pronto llegará la noche...

—Tienes razón; vamos —dijo vivamente la niña.

—Hace mucho rato que escuché la trompeta. ¿La oíste tú?

—Sí, ¿de dónde venía? —afirmó e interrogó Nan.

—Creo que de allá —mientras apuntaba al azar.

—Entonces vamos hacia allá —dijo Nan, arrastrando al nervioso Rob.

Anduvieron largo rato, deteniéndose de vez en cuando para prestar atención a algún sonido que los guiara, pero sólo llegaba hasta ellos el mugido lejano de una vaca.

De pronto se encontraron en el "árbol grande", punto de referencia para llegar al sendero. Pero a la tenue luz rei­nante, no se divisaba ningún camino. Entonces Rob preguntó, anhelante:

—¿Nos habremos perdido, Nan?

—No creo —contestó ésta—; pero mejor será que gri­temos.

Por más que lo hicieron por largo rato, nadie les res­pondió. Rob, con la voz temblorosa pero confiado, dijo:

—Ah..., pero de seguro mamá nos encontrará.

—¡Pero si no sabe dónde estamos! —replicó Nan.

—Ella vendrá, lo sé.

La noche los envolvió. El silencio sólo era turbado por el chirrido de los grillos. Las estrellas brillaban en el firmamento.

—¡Nunca nos encontrarán! —dijo de pronto Nan, enojada.

—¡Sí! Mamá vendrá... ¡Mira! —exclamó—, ¡allá vie­ne! —y se encaminó con seguridad hacia un bulto que divisaba. Pero regresó de inmediato, espantado y tropezando con cuanto objeto se encontraba.

—No, ¡no es mamá! —expresó, aferrando a Nan—. ¡Es un enorme oso negro!

El corto mugido de una vaca que se aproximaba detuvo a Nan, dispuesta ya a echar a correr.

—Tonto —le dijo sonriendo—, si es la mansa vaquita que encontramos en la tarde. Silas me enseñó a ordeñarla. Son riquísimas las bayas con leche.

Pretendieron ordeñarla, pero la vaca ya estaba ordeñada.

—¡Vete, avara. Eres fea y vieja. No te quiero! —Gritó Nan, ofendida, y la vaca siguió su camino dando un corto mugido.

Rob se caía de sueño y de cansancio, por lo que ante la idea de Nan de seguir caminando, hizo un ademán de indife­rencia.

—¡Vamos! —dijo bruscamente la pequeña, pero lue­go, con tono cariñoso, le aconsejó—: Bueno, acuéstate aquí —y lo tendió en su falda, cubriéndolo con su delantal.

Nan quedó pensativa, tratando de convencerse de que no tenía miedo. Imaginaba que el cuarto de hora transcurrido era la noche entera. Un resplandor, que a la distancia ilumina­ba el cielo, le pareció que anunciaba el amanecer. "Pronto será de día", se dijo más animada. Por suerte, el sueño la ven­ció antes de ver defraudada su esperanza.

Entre tanto, en Plumfield reinaba el desorden. El mismo carro que los llevó, había recogido a los chicos. Faltaban, además de Rob y Nan, Jack y Emilio, quienes habían decidido volverse por otro camino.

Mamá Bhaer se preocupo mucho, por lo que pidió a Franz ir a recoger a los pequeños.

Finalizaba la cena cuando llegó Franz, sudoroso y cubierto de polvo, sin haber encontrado a los niños. Todos se inquietaron, pero luego escucharon una voz que decía:

—¡Hola! —y aparecieron Emilio y Jack.

Jo, muy exaltada, tomó por los brazos al primero y, zamarreándolo, le preguntó por los niños faltantes.

—No los hemos visto —contestó Emilio, inquieto.

Entonces Jo ordenó de inmediato que llamaran al profesor Bhaer y a Silas, y que prepararan las linternas.

Minutos después, el profesor, Silas y Franz se encaminaron al bosque. Por su parte, Jo, acompañada de Dan, siguió por el sendero enarenado, deteniéndose de rato en rato para llamar a los niños perdidos. El cielo se había cubierto y un calor sofocante anunciaba una tormenta de verano. Jo estaba cada vez más desesperada, corría para allá y para acá llamando impaciente:

—Rob..., mi pequeño Rob.

En ese momento el profesor iluminó las huellas aun frescas de las botitas de Rob. Jo, inclinándose, dijo:

—¡Sí! Son de él Vamos por aquí.

En la búsqueda encontraron el sombrero de Nan, y próximo a él estaban ambos niños dormidos. Dan los iluminó con la linterna, la señora Bhaer ya no pudo contener más su emoción y, abrazando al niño, rompió en nervioso llanto.

Rob abrió sus ojitos y, al cabo de un rato, recordando lo que había ocurrido, exclamó:

—¡Mamita! ¡Sabía que no nos dejarías en el bosque! ¡Cuanto te necesitaba! —mientras se apretaba fuertemente a ella.

Entre tanto, Dan consolaba a Nan con cariñosas palabras que la tranquilizaron.

—Dan, avisa a los demás y partamos —ordenó Jo.

—¡Aquí están!... ¡Aquí están!  —gritó el muchacho, y desde todos los puntos del bosque se vieron las linternas que se acercaban. Después de besos y de tiernas palabras de consuelo a los dos pequeños, se dispuso el regreso.

El cielo se había despejado y la luna iluminaba la galería del colegio donde los chicos esperaban ansiosos dar la bienvenida a los perdidos. Una vez en "casa", Nan y Rob fueron triunfalmente llevados a la mesa, donde se sirvieron pan y leche con bastante apetito. Después, ambos relataron con lujo de detalles todo lo sucedido, hasta que el profesor Bhaer indicó que eran las diez, hora de dormir.

Jo, mirando cariñosamente a los niños, exclamó:

—Y demos gracias a Dios de que esta noche no haya ninguna cama vacía.

A la mañana siguiente, la señora Bhaer resolvió hablar con Nan sobre lo ocurrido, pues la niña no mostraba señales de arrepentimiento ni de vergüenza.

—¿Y qué chico no se escapó alguna vez? —dijo Nan, con la mayor naturalidad del mundo.

—Mira, Nan; algunos se atreven —le respondió Jo—. A otros les resulta caro, pues no pueden volver a casa.

Nan quedó pensativa, temiendo recibir el mismo castigo.

—Supongo que no te gustaría que te ocurriera eso, ¿no? —preguntó cariñosamente Jo.

—¡No! Por favor.

—Entonces, desde ahora y hasta que aprendas a pensar en forma  responsable, tendrás que hacernos caso. Así se procede con los cachorritos, porque no piensan.

—Está bien. Además... ¡me agrada "hacer de perrito" —expresó Nan y, poniéndose en cuatro pies, empezó a simular que ladraba. Tía Jo se echó a reír.

Al poco rato entró Rob. Observó a la niña y, encontrando "lindo" el castigo, también se puso a ladrar.

Ambos chicos recibieron el castigo de no poder salir del colegio por unos días. Una tarde, deseosos de correr por el jardín, le suplicaron a Jo que los dejara en libertad.

—Desde ahora sentiré el "pinchazo" de mi conciencia cuando me porte mal —afirmó decidido Rob.

—Así lo espero, hijo.

Y ambos pequeños vieron entrar al dormitorio a Asia, la cocinera, con un rico pastel de bayas en la mano. Nan saltó de alegría exclamando:

—¡Yo también me portaré bien! ¡Nunca más volveré a mandarme sola! Pero por favor, mamita..., ¡quiero pastel!

Y dicho eso, Asia, Jo y Rob, se echaron a reír estrepitosamente.

Ir a Capítulo 13

Materias