Mujercitas

Capítulo XIII

Beth estuvo más enferma de lo que todos, salvo Hannah y el médico, creían.

Las chicas no sabían de enfermedades, al señor Laurence no se le dejaba ver a la enferma, de manera que Hannah tomó la dirección de la casa y el doctor Bañes hizo cuanto estuvo a su alcance.

Meg se quedó en casa, por temor de portar el contagio a los King, sintiéndose algo culpable cuando escribía a su madre sin decir nada de Beth. No le gustaba engañarla así, pero le habían solicitado que obedeciera a Hannah. Jo se dedicó a Beth día y noche; trabajo no muy difícil, pues la enferma tenía gran conformidad y soportaba el dolor sin lamentarse, pero llegó un momento en que la fiebre era mucha y comenzó a hablar con voz cortada y ronca; trataba de cantar con su garganta tan inflamada que los sonidos no le salían. No reconocía las caras que la rodeaban y llamaba a su padre de una forma angustiosa. Todas se alarmaron, querían contarle la verdad a su madre, pero una carta de Washington llegó a aumentar las penas de las chicas, pues el señor March había tenido una recaída y no podía regresar todavía.

¡Qué sombríos parecían los días, qué solitaria y triste la casa y qué acongojados los corazones de las chicas, con la oscuridad de la muerte sobre el hogar que antes era tan feliz!

Beth seguía en cama, acompañada de su vieja muñeca Joanna, deseaba ver a los gatos, pero por temor a que se enfermaran no quiso que se los llevaran; enviaba cariñosos mensajes a Amy, a veces pedía papel y lápiz para escribir algunas líneas para su padre. Pronto finalizaron aquellas pausas de conocimiento, y estaba durante horas perturbada por la fiebre, diciendo palabras incoherentes.

El primero de diciembre fue un día de invierno para las chicas, porque el viento soplaba con toda su fuerza, nevaba abundantemente y el año parecía prepararse para extinguirse. Esa mañana el médico examinó larga y cuidadosamente a Beth, retuvo por unos instantes las manos afiebradas entre las suyas, luego las soltó pausadamente, diciendo en voz baja a Hannah:

—Si la señora March puede venir, sería bueno avisarle.

Hannah afirmó con la cabeza sin decir nada, porque los labios le temblaban; Meg al oír esas palabras la abandonaron las fuerzas y cayó en una silla; Jo permaneció estática por unos instantes, muy pálida; luego reaccionó, se fue a la sala, cogió el telegrama y salió rápidamente a la calle. Al poco tiempo regresó, mientras se sacaba el abrigo, vino Laurie con una carta que comunicaba que el señor March de nuevo se recuperaba. Laurie notó la cara de preocupación y tristeza de Jo, que preguntó con agitación:

—¿Qué sucede? ¿Beth está más enferma?

—He telegrafiado a mamá, contestó Jo.

—¿Lo hiciste por tu cuenta?

—No, lo aconsejó el médico.

—¿Tan mal está? —dijo Laurie muy preocupado.

—Sí, no nos reconoce, no parece mi Beth y nadie puede ayudarnos a sobrellevar este dolor; mamá y papá están lejos y Dios parece distante.

Mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas,  Jo tendía las manos en señal de abandono, como si en la penumbra buscara apoyo, Laurie las cogió en las suyas, musitando tan bien como su conmoción se lo permitía;

—Aquí está tu amigo, apóyate en mí, querida.

—Gracias, Teddy; ahora me siento mejor. No me siento tan sola y trataré de soportarlo todo.

—¡Me anima mucho que papá esté mejor! Parece como si todas las aflicciones vinieran juntas y yo llevara la carga más pesada.

Jo ocultó su rostro en el pañuelo mojado y lloró con desesperación, pues hasta ese momento se había mostrado fuerte. Una vez que se tranquilizó, Laurie le dijo con tono confortante:

—No creo que muera; es tan dulce y buena, y la queremos tanto que Dios no se la llevará.

—¡Eres un excelente amigo, Teddy! ¿Cómo podré pagarte?

—No te preocupes ya te enviaré la cuenta. Por lo pronto, te diré algo que te alegrará. Ayer telegrafié a tu mamá, y Brooke ha avisado que llegará esta noche.

Jo lo abrazó y exclamó, llorando y riendo al mismo tiempo.

—¡Oh Laurie, qué feliz estoy por la noticia!

Laurie le hizo cariños y, encontrando que se recuperaba, completó el tratamiento con unos tímidos besos que la hicieron volver en sí.

—¡No quise hacerlo! ¡Qué vergüenza! —exclamó Jo, pero fuiste tan bueno, que no pude evitar abrazarte.

—No importa —contestó, riéndose—. Con mi abuelo estábamos tan preocupados y pensamos que tu mamá debía saber lo que ocurría a Beth, tu mamá vendrá hoy y el último tren llega a las dos de la madrugada. Iré a esperarla, mientras tú trata de que Beth esté tranquila hasta que llegue.

—¡Eres un ángel! ¿Cómo podré pagarte?

—Abrázame de nuevo — dijo Laurie, con expresión pícara.

—No, gracias. Cuando venga tu abuelo lo haré por su intermedio.

—Es el muchacho más entrometido que he conocido —contestó Hannah, cuando Jo le dio la noticia.

Meg se alegró en silencio y se absorbió después en la carta, mientras Jo ordenaba el dormitorio de la enferma. Un aire fresco soplaba por toda la casa y algo superior a la luz del sol animaba los tranquilos cuartos. La leña parecía arder con mayor viveza, las caras de las chicas irradiaban felicidad y cada vez que se encontraban se abrazaban musitando:

—¡Viene mamá! ¡Viene mamá!

Todas estaban felices, menos Beth, que estaba sumida en un sueño profundo, sin idea de nada. Daba pena verla, su cara tan cambiada y pálida; las manos, débiles y flacas; los labios mudos y el cabello esparcido en la almohada, desordenado y enredado. Permaneció todo el día así, despertándose sólo para pedir "agua", con los labios tan secos que apenas podía pronunciar esta palabra.

Jo y Meg la cuidaron todo el día, poniendo su fe en su madre y en Dios. Por fin anocheció; cuando el reloj daba una hora que aproximaba más el auxilio. El médico había venido para decir que antes de medianoche habría un cambio para mejor o peor, y que volvería entonces.

Hannah rendida se tendió en el sofá a los pies de la cama, quedándose profundamente dormida. En la sala, el señor Laurence se paseaba con la sensación de que era preferible afrontar una batería de cañones que la cara angustiada de la señora March cuando entrara en la casa. Laurie estaba tendido en la alfombra, aparentando descansar, pero mirando al fuego, con expresión reflexiva.

Si Dios nos deja a Beth, trataré de quererla y servirle toda mi vida —exclamó Jo con todo entusiasmo.

—Me gustaría no tener corazón, tanto me duele —musitó Meg.

El reloj dio las doce y las chicas se olvidaron de sí mismas para observar con detención a Beth, pues imaginaron ver un cambio en su cara. En la casa había una quietud como la muerte y solo el viento rompía el silencio de la casa. Pasó una hora y nada ocurrió, sino la salida sigilosa de Laurie hacia la estación. Pasó otra y nadie llegaba. Las chicas empezaron a temer que la tempestad hubiera ocasionado retrasos o accidentes en el camino o que hubiera ocurrido algo lamentable en Washington.

Eran más de las dos cuando Jo escuchó un movimiento en la cama y vio a Meg de rodillas, con la cara oculta. Un temor horrible le provocó el pensamiento:  "Beth ha muerto y Meg no quiere decírmelo".

Luego se acercó a la cama de su hermana y observó un cambio notable. El bochorno de la fiebre y la expresión de sufrimiento habían pasado,  y su carita estaba tan pálida y quieta que Jo se inclinó sobre su hermana querida, besó su frente con gran emoción, susurrando: ¡"Adiós Beth, querida. Adiós"!.

Con el movimiento de Jo, Hannah despertó sobresaltada, se acercó a Beth, le tocó las manos, escuchó su respiración, luego de sentarse en la mecedora, exclamó en voz baja:

—La fiebre ha pasado; el sueño es normal; tiene la piel húmeda y respira con facilidad. ¡Gracias a Dios!

—Creo que la muchachita se mejorará, dejadla dormir y cuando despierte dadle..., aconsejó antes de irse el médico.

Lo que debían darle ninguna de las hermanas lo escuchó, porque tan felices estaban que se abrazaron con gran emoción como una forma de expresar su alegría.

—¡Si llegara mamá ahora! —exclamó Jo cuando empezaba a amanecer.

—Mira —murmuró Meg, entrando con una rosa blanca en la mano—, era para Beth, ha abierto durante la noche. La pondré en mi florero, para cuando despierte lo primero que vea sea la flor y la cara de mamá.

El sol nunca les había parecido que alumbrara con tanto esplendor y belleza como ese amanecer después de una larga y triste vigilia.

—Parece tierra de hadas —exclamó Meg.

—¡Escucha! —dijo Jo, levantándose repentinamente.

Abajo se escuchaban sonidos de cascabeles, la voz de Hannah y luego Laurie que gritaba alegremente:

—¡Niñas, ha llegado..., !¡ha llegado!

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