Jack y Jill

Capítulo IV

Jill conoce la verdad

Las diversiones siguieron durante toda la semana. Era imposible estudiar con el montón de regalos que había que disfrutar y las visitas que debían atender.

—Creo que será mejor esperar hasta que los otros chicos vuelvan al colegio, y dedicar esta semana a divertirnos —dijo Jack, que se sentía muy contento con la idea de que pronto se podría levantar.

—Yo estudiaré un poco mi vocabulario todos los días, porque la ortografía es lo que más me cuesta. He prometido portarme bien y así lo haré —contestó Jill, que ya había comenzado a ser misionera.

—Aquí tienes una misión al alcance de tu mano y, además de que te lo haces a ti misma, puedes pagar tu deuda de gratitud —le había dicho la señora Pecq, quien por su parte trataba de ser lo más útil posible en esa casa donde les daban tanto cariño.

Pero la niña olvidó que quien debía cambiar sus modales era ella, y se dedicó a corregir a Jack. Tres o cuatro semanas de mimos habían hecho que los niños olvidaran y se dedicaran sólo a divertirse.

Un día lluvioso en que tuvieron pocas visitas, los enfermos decidieron arreglar el álbum de sellos. De repente entró la señora Minot al cuarto y quedó asombrada al ver la cara de ambos niños totalmente cubierta de estampillas.

—¡Pero, niños! ¿Qué nuevo juego es éste? ¿Son indios salvajes o cartas que han dado la vuelta al mundo antes de ir a la dirección correcta? —preguntó riendo.

—Es que veo en el rostro de Jill el que me hace falta, y ella ve el suyo en el mío —contesto Jack.

Siguieron buscando y pegando sellos en el álbum hasta que Frank llegó a la habitación y dijo a su hermano:

—Jack, dame tu lección de latín antes de salir a dar una vuelta con Gus.

—No la sé, y no pienso estudiar hasta la próxima semana —contestó el enfermo.

—Me darás tu lección ahora mismo, de lo contrario no volverás a ver tus sellos. Aquí está el libro. Tú mismo me pediste que te ayudara, y es lo que voy a hacer.

—No deberías aprovecharte, si no estoy preparado. No sé la lección ni pienso estudiar ahora; así es que devuélveme mis cosas y ocúpate de tus asuntos.

—Te devolveré un sello por cada lección que des bien —prometió Frank, metiéndose las estampillas en el bolsillo.

Ante tal amenaza, la paciencia de Jack se terminó y tomando el libro que creyó era el de latín, lo arrojó con fuerza contra su hermano, exclamando desafiante:

—¡Guárdalos, si quieres, y tu viejo libro también! ¡No volveré a mirarlo hasta que me devuelvas mis sellos y me pidas disculpas!

Todo sucedió con tal rapidez que la señora Minot no tuvo tiempo de intervenir. Frank desapareció y el libro fue a dar contra la pared, cayendo al suelo con su tapa despegada y las hojas arrugadas por el golpe.

—¡Es el álbum! ¡Jack, qué hiciste! —exclamó Jill al ver que el libro era maltratado por su propio dueño.

—Creí que era el otro —murmuró Jack, rojo y avergonzado, al ver que su madre levantaba el libro del suelo.

Se sentía tan culpable que no sabía qué hacer y comenzó a ordenar los pocos sellos que su hermano le había dejado. La señora Minot continuó escribiendo cartas sentada a su mesa, con aspecto muy serio. Durante un instante el silencio empezó a tornarse intolerable, entonces apareció Gus; traía un libro para Jack y una carta para Jill.

—Ya que estás aquí, ¿podrías llevarme a mi cuarto, Gus? Dormiré un rato —pidió Jack.

—Una vez me contaron que un muchacho le tiró un tenedor a su hermano y le sacó un ojo. Lo hizo sin querer y su hermano lo perdonó —comentó Jill.

—¿Y el muchacho se perdonó a sí mismo? —preguntó la señora Minot.

—Creo que no, señora. Pero Jack no le pegó a Frank, y estoy segura de que siente lo que hizo.

—Pudo haberle pegado. Nuestros actos están en nuestras manos, mas no las consecuencias. Recuérdalo, Jill, y piensa dos veces antes de hacer algo.

—Sí, señora, así lo haré —contestó la niña.

La señora Minot comenzó a escribir otra carta, pero luego se detuvo y poniéndose de pie, como si le fuera imposible resistir su deseo por ir a ver a ese niño malo, dijo:

—Veré si Jack está bien arropado... No te muevas hasta que vuelva.

—No, señora.

Cuando Jill se vio sola, empezó a buscar a su alrededor algo para distraerse. Divisó una hoja de papel en el suelo, pero fuera de su alcance, que había caído de la mesa sin que nadie lo notara. Al principio no le prestó mayor atención, lo mismo que hizo con un sello que Frank dejó caer al salir. Entonces, por asociación de ideas, pensó que ese papel debía ser una carta de Frank.

—¡Qué bueno sería guardar esa carta hasta que devuelva los sellos de Jack! Cómo le molestará saber que leímos su nota! Trataré de recogerla.

Jill olvidó su promesa de no moverse, y no tomó en cuenta lo feo que es leer las cartas ajenas. Cogió el atizador y trató de acercar el papel con un movimiento brusco que la hizo perder el equilibrio y caer del sofá.

—¡Ay, mi espalda! —fue lo único que pudo decir al sentir el terrible dolor que le recorrió todo el cuerpo.

Por un momento permaneció inmóvil para reponerse un poco. Se preguntaba cómo haría para volver al sofá por sus propios medios. Mientras se incorporaba vio cerca de ella el papel, que tomó apresuradamente, porque a pesar de su estado aún pensaba vengarse de Frank. Una ojeada le demostró que no se trataba de una carta del joven, sino de una misiva que la señora Minot enviaba a su hermana. Se disponía a dejarla en su lugar, cuando le llamó la atención su nombre y no pudo resistir la tentación de leerla:

"Querida Lizzie: Jack continúa mejorando y pronto estará recuperado, pero empezamos a temer que la niña quede inválida. Está aquí, y hacemos lo posible para que se cure; pero cada vez que la miro no puedo dejar de pensar en Lucinda Snow quien, como recordarás, estuvo en cama durante veinte años, a consecuencia de una caída a los quince. La pequeña Janey no lo sabe aún y espero..."

Allí terminaba, y el castigo de "la pequeña Janey" por su desobediencia comenzó en ese instante. Ella creía que mejoraba porque sus dolores habían disminuido. Ahora sabía la verdad, cerró los ojos con un estremecimiento, mientras se decía a sí misma:

—¡Veinte años! ¡Jamás podré soportarlo! ¡Jamás!

Llena de angustia, Jill permaneció en el suelo, sin importarle que alguien entrara y la encontrara allí. Luego se sintió algo reconfortada, porque en un corazón joven la desesperación jamás permanece mucho tiempo, y ella era una niña valiente. Y a pesar del dolor, logró subirse a su sofacama.

—Falté a la promesa de no moverme. Leí una carta que no era para mí —gimió Jill con un suspiro, al recordar las palabras de su madre—. Será mejor que trate de ser buena. Creo que lo mejor que puedo hacer ahora es estudiar mi ortografía.

Jill sostuvo su libro de manera que le ocultara su cara casi por completo. ¡Qué largo le pareció el tiempo hasta que alguien entró a la habitación! Su corazón dio un brinco cuando oyó que la señora Minot exclamaba:

—Jack está muy bien y, por lo que veo, tú también.

—No tenía otro libro a mano y pensé que podría estudiar un rato —contestó Jill.

La niña echó una rápida mirada a la señora y vio que ésta buscaba su carta, por lo que ocultó aún más su cara y permaneció tan inmóvil que pudo oír el crujido del papel, cuando la señora lo levantó del suelo. Pero no se dio cuenta de la mirada que le echó la madre de Jack, cuando encontró pegado al dorso de la carta una estampilla roja, que estaba segura de haber visto en el piso al lado del sofacama. También recordaba que un papel se había volado de su mesa, pero como estaba tan apurada, no se detuvo a ver qué era. Por eso le llamaba la atención que el papel y el sello estuvieran juntos ahora; además, la carta tenía la huella de un dedito sucio.

"Esperaré a que ella me hable. Es una niña honesta y no tardará en decirme la verdad", pensó la señora Minot.

Después de un rato de silencio, la señora dijo:

—¿Quieres darme tu lección? Jack piensa darme la suya y me imagino que tú seguirás su ejemplo.

—No sé si la aprendí, pero trataré de dársela, señora.

—¿Te duele algo? No importa la lección..., dime lo que te sucede y trataré de ayudarte.

La niña se echó a llorar, y contó lo que acababa de hacer y el penoso descubrimiento con el que había sido castigada.

—Lo sabía antes de que me lo dijeras. De lo contrario, no serías la niña que tanto quiero y deseo ayudar.

—¡Estúpido sello! ¡Delatarme cuando yo misma quería confesar mi culpa, después de haber comprendido mi desobediencia! —exclamó Jill, sonriendo a través de sus lágrimas.

—Deberías pegarlo en tu libro para que te recuerde las malas consecuencias de la desobediencia —sugirió la señora.

—Señora..., cuénteme lo de Lucinda Snow. Si voy a quedar como ella, me gustaría saber cómo pudo soportarlo tanto tiempo.

—Siento que hayas sabido eso. Sin embargo, su historia te ayudará a pasar tu prueba, que estoy segura no será definitiva. Conocí a Lucinda hace muchos años, y a pesar de que al principio su suerte me pareció triste, terminé por comprender lo feliz que era pese a su invalidez; así como lo buena, lo útil y lo querida que llegó a ser...

—Me gustaría saber cómo era ella —inquirió Jill.

—Era tan paciente, que todos se avergonzaban de quejarse de sus pequeñas molestias; tan alegre, que su dolencia se hizo más llevadera; tan trabajadora, que no sólo ganó dinero con las cosas bonitas que hacía, sino que contaba además con la amistad de todas las personas que iban a su casa en busca de consuelo y de buenos consejos. Su vida era un ejemplo de piedad. Lucinda era feliz a pesar de su desgracia.

—Si no llego a curarme, me gustaría ser como ella —comentó Jill.

—Sí, querida, pero espero que te repongas. Mientras tanto, trata de ser lo más útil y agradable que puedas. Tu espalda dolorida te recordará lo que debes hacer y así aprenderás a obedecer. Cuando te hayas recuperado, habrás aprendido a ser mujer. Mientras tanto en tu cama puedes convertirte en ejemplo para todos.

—¿De veras, señora? —exclamó Jill, con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando volvieron los muchachos y Jack le dio a su hermano su lección de latín, éste le devolvió una estampilla. Jill pidió a su amigo que le regalara el sello que la delató, pero sin decirle el motivo de su deseo, y lo guardó en su vocabulario para que le recordara constantemente la promesa que acababa de hacer y que tenía la intención de mantener.

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